RUSSELL CROWE

UNA VIDA EN HISTORIAS

G.H.Wylie

 

AGRADECIMIENTOS

 

Sería injusto no reconocer el increíble trabajo de aquellos pioneros (y al parecer, pilares incansables) de la ciencia de la Crowelogía que empieza a extenderse, los webmasters de Maximum Russell Crowe. Su página es un asombroso testamento a su tenaz admiración. Les agradezco por proveerme una siempre fructífera parada durante mis viajes por la red. También les doy muchas gracias a la plantilla de ECW Press. Sois un estupendo grupo de gente.

 

Finalmente, mi agradecimiento más sincero va para Russell Crowe por tener una vida con tantas historias. Cualquiera que sean las virtudes o defectos de mi propio trabajo en estas páginas, no podrá decirse nunca que el material en bruto no es de primera categoría.

 

PRÓLOGO

“Sal de mi vida y sigue con la fantasía, tío”.

–Russell Crowe, 2000

 

MARLON BRANDO, ROBERT DE NIRO, JAMES DEAN, ANTHONY HOPKINS, ROBERT MITCHUM. ¿Qué es lo que tienen en común estos hombres?. Dependiendo de a qué observador de Hollywood se le pregunte, todos ellos han encontrado su encarnación de hoy en día en un apenas afeitado granjero australiano llamado Russell Crowe. Ahora, de forma clara, los gritos sobre “la próxima gran cosa” suenan tan frecuentemente desde la maquinaria comercial de Hollywood que uno empieza a preguntar quién NO es el próximo Brando o la próxima Hepburn, o Dean o Bacall. Incluso me he echado un vistazo en el espejo, buscando una expresión facial particularmente misteriosa o enigmática, preguntándome si podría ser yo. Pero no, señoras y señores, no soy yo. Tampoco son la mayoría de caras bonitas bidimensionales que los publicistas del cine nos harían creer que son. Pero si ustedes han escogido este libro, probablemente es verdad que, al igual que yo, tengan una ligera sospecha de que pudiera ser Russell Crowe.

 

Su magnetismo en la pantalla y su rechazo fuera de ella a complacer a los medios de comunicación con sonrisas y largas y dulzonas entrevistas –“Bueno, soy sólo un chico normal. No, ¡de verdad que sí!, quiero decir, todo esto es un sueño hecho realidad pero Hollywood no tiene nada que ver conmigo. A decir verdad, me encanta estar en la naturaleza y tener tiempo para mí...”- ha generado un grado de curiosidad pública sobre el hombre que parece destacar entre los más iracundos semidioses conocidos de Hollywood. Sus raíces del profundo outback australiano, sus relaciones amorosas con gente como Salma Hayek y Meg Ryan, y el compromiso obsesivo con su arte han sido investigadas extensivamente (y para su disgusto) por hambrientos cazadores de información.

 

Pero no importa mucho toda esa ansia (profesional) y persecución (física) de los periodistas de Hollywood sobre Russell Crowe, él permanece ajeno a todo y alejado. Se marcha a su remota granja en Australia cada vez que puede, y para el frenesí de curiosidad y el periodismo basura que lo hace lo mejor que puede acosándolo donde quiera que vaya, no tiene más que desprecio.

 

Cuando una vez el periodista Michael Dwyer le preguntó cómo podía razonar estas cosas, él contestó bruscamente: “¿Cómo puedo razonar teniendo diez kilos de mierda escritos sobre mí todos los días en todo el mundo?”. Más tarde dijo de su propia imagen, “Eso no tiene nada que ver conmigo. Eso es en lo que de alguna forma se ha convertido Russell Crowe y no tiene nada que ver conmigo”.

 

Y es por ese deseo de preservar su intimidad (y también por lo que supongo que llamaría “los cientos de kilos de mierda” que se han acumulado alrededor de su imagen pública ahora), que el escribir esta biografía ha sido a menudo como un enorme juego de ¿Dónde está Wally? Como ha ocurrido, ¿Dónde está Russell? es un reto mucho mayor que su precursor de cómic. La dificultad añadida de la búsqueda sobre Crowe no sólo está en el hecho de que al actor raramente se le va encontrar haciendo deporte entre la gente. El problema real surge cuando la ansiosa biógrafa cree realmente que ha vislumbrado el objetivo (quien en este momento puede estar, digamos, frunciendo el ceño a Steve Martín durante la ceremonia de los Oscars o maldiciendo a un incompetente recepcionista de hotel), y entusiasmada, empieza a gritarles a los lectores y a los fans, “Bien, ¡ahí está Russell!”. Porque antes puedes decir “Maximus Decimus Meridius”, y todo ha cambiado: Crowe, con buenas formas, hace puntualizaciones de propia desaprobación en una entrevista, manda diariamente detalles de cariño a la mujer que hay en su vida, monta con entusiasmo una Harley a través de una polvorienta carretera de Australia, o baila con una mujer mayor en un bar de Ecuador, moviendo las caderas con la suavidad de la lava fundida. En un instante, la amenazadora superestrella se evapora y aparece el hombre reflexivo y misterioso.

 

En resumen, la búsqueda del Russell Crowe verdadero es difícil, puede que imposible. Pero más que elegir un ángulo e ir a por él, como han hecho tantos otros (“¡Es un monstruo!”, “¡Es un encanto incomprendido!”, “¡Es un genio!”, “¡Es un divo arrogante!”), yo he querido crear un retrato que refleja la multiplicidad que he llegado a asociar con Russell Crowe. Solamente, he intentado hacer “eso en lo que, de alguna manera, Russell Crowe se ha convertido” más mi amigo que mi enemigo – una parte de la vida de Russell Crowe más que la cortina de humo que esconde al hombre.

 

RUSSELL CROWE: Una Vida En Historias, es Russell Crowe tal como lo he encontrado e imaginado a la vez, así que los episodios en este libro son una mezcla de hechos y ficción. Aunque están bien documentados en la vida y el trabajo de Crowe, me he tomado libertades literarias con “la verdadera historia” esperando que pueda ofrecer un retrato de Russell Crowe que es verdad de un modo en que otros (“¡se acuesta con una mujer cada noche, y se mete en peleas de bar y hunde los dientes en las gargantas d la gente!”) no lo son. Debido a lagunas en la información disponible o para conseguir más rapidez (y creo que también precisión), he hecho caso del consejo de Crowe de “sigue con la fantasía, nena”. Sobre todo, he intentado divertir y considerar el hombre y su imagen. Espero que mi esfuerzo mostrará diversión y satisfacción a aquellos que son curiosos como yo lo he sido (y todavía lo soy) sobre el hombre que parece ser cada vez más... ¡qué diablos!: LA NUEVA GRAN COSA.

 

LA NOCHE NEOZELANDESA ACABA DE EMPEZAR y Russell Crowe no tiene más de siete años. Se ha escapado de la maternal trampa del pijama aunque sabe que está al acecho en algún sitio de la casa, pero la esencia del peligro (lavarse los dientes, la cara, y lo peor, por supuesto, irse a la cama) está por todas partes. Todavía sigue vestido por ahora, respirando el aire del verano, y con un sentimiento de anticipación que se está generando en el piso de abajo pero que le está llegando al segundo piso a través de las ventanas abiertas de par en par y desde los límites de la escalera trasera. Será una noche ruidosa y ajetreada en el pub que lleva su padre, que ocupa el espacio de abajo. Aunque la familia se traslada con frecuencia, han experimentado este establecimiento general más de una vez: Alex Crowe a cargo de un pub en el local de abajo y su familia viviendo en el pequeño apartamento de arriba.

 

Es el final de la semana laboral y una encantadora y suave noche en la mitad del verano, y pronto todos los trabajadores y sus novias, todos los juerguistas, los bromistas y bocazas del pueblo llegarán para cantar, reírse, maldecir y beber Red Stripe.

 

Al pequeño Crowe le encantan estas noches. No es sólo porque pueda conseguir media hora extra más o menos mientras que las figuras paternas están distraídas ordenando y preparando. Es el “espectáculo”. Russ ha llevado un pequeño taburete cerca de la ventana del comedor y se ha subido para tener una mejor vista de la calle. Sólo hay unos coches a lo lejos. Ahí viene uno que se para: Russ se queda mirando mientras dos pasajeros se acercan y saludan a través de la ventana del pub a algunos amigos que ya están dentro. No los reconoce.

El chico va a la moda: pantalones verdes estrechos acampanados y una camisa blanca medio abrochada. La hebilla del cinturón es grande y especial pero Russ no puede distinguir los detalles. La chica va con un vestido amarillo con cuello alto y tacones –lo hace bien pero tropieza al cuarto paso o así. Se queda quieta y él la sujeta por el brazo y sonríe abiertamente. Ella se ríe y le devuelve el gesto, luego se frota el lugar donde él la ha sujetado.

 

Russ salta del taburete, lo coge, corre a la otra ventana; lo coloca, se sube otra vez para observar mejor pero sólo consigue ver cómo la pareja desaparece en el interior. Bueno, ya los ha visto –a no ser que luego se peleen o discutan cuando se vayan. Le llega una bocanada de la fuerte colonia del hombre cuando se cierra la puerta del bar. Hace una mueca ante el olor y entonces se le vuelven a abrir los ojos. Se ha parado otro coche. Esta vez son cuatro hombres de mediana edad...

 

Cinco horas más tarde. Russ se ha levantado de la cama en la que llevaba metido desde hace cuatro. Ha estado echado esperando desde que se acostó, escuchando atentamente el ruido que viene de abajo e imaginando las escenas que pueden acompañarlo. Sus padres son muy cuidadosos en cuanto al nivel de ruido en la habitación de los niños: las moquetas más gruesas posibles, las ventanas y puertas bien cerradas, incluso orejeras si lo necesitasen. Pero sus esfuerzos son inútiles por dos motivos: Terry podría dormir en medio de una ola gigante, y Russ, bueno, ahí está ahora yendo de un sitio a otro de la pequeña habitación azul, saliendo al pasillo y de vuelta al taburete de la ventana. Todavía hay un montón de coches fuera. A primera vista parece que esta noche va a ser aburrida. Sólo puede ver a dos hombres caminando hacia una farola frente al pub, al lado de un edificio, que van hacia algunos coches aparcados. Pero entonces, uno tropieza y maldice –y lo que sea que dice es en alto y poco claro. El otro se ríe fuertemente al ver a su amigo y grita, “Casi te caes como una chica, tío”. El primero se anima con las risas y suelta otro fuerte taco que Russ no puede entender. No hace mucho tiempo del primer episodio con borrachos y Russ se felicita por lo menos ocho veces por resistir el sueño con éxito esta noche.

 

La pobremente coreografiada pelea de boxeo continúa, con constantes alusiones sobre madres y ex-novias y más “lenguaje” del que Russ ya ha oído alguna vez. No aprende palabras nuevas esta noche pero sí nuevas combinaciones.

Después de un rato, Pantalones Verdes sale fuera y detiene la pelea. Sorprendentemente le cuesta poco, le parece a Russ – los dos pesos pluma están cansados y secretamente contentos de que se les dé una charla que los haga irse a casa a dormir. Dando bandazos se van en direcciones opuestas y dejan a Pantalones Verdes recogiendo a Vestido Amarillo, que ahora lleva un zapato en la mano y busca el otro por todas partes pero sin mucha esperanza.

 

“Lo tiraste detrás de la barra, nena”, dice Pantalones Verdes. “Te lo llevaré mañana.” Abre la puerta del copiloto y ella se mete dentro torpemente. Él da la vuelta y se marchan.

 

Russ se baja del taburete. Primer movimiento: el paseo y la recuperación descuidada. Lo hace unas cinco veces. En silencio. No demasiado forzado. Lo de beber ahora le es más fácil de imitar. Y lo del torpe caminar de Vestido Amarillo hacia la puerta del coche es pan comido. Lo repite un par de veces y lo deja. Un reto mayor son los gestos de Pantalones Verdes poniendo paz en la pelea. No en plan de confrontación (no irritar a los chicos cuando están a punto de soltar la lágrima), sino en tono conciliatorio y de sentido común. Pero firme. Un “No” maternal. Russ hace los movimientos unas cuantas veces. No le salen muy bien. Decide volver luego a ellos y en vez de eso, lo intenta con unos cuantos de los del principio cuando llegaban. Son fáciles ahora porque está “removiendo en la habitación de sus padres”. Descalzo por el pasillo, de vuelta a su cuarto, la puerta cerrada, ni un ruido, a la cama.

 

“¡RUSSELL Y TERRY! ¡CHICOS! Por favor, venid aquí y ayudad a desempaquetar”. Jocelyn Crowe está agachada en el suelo de la (nueva) cocina, abriendo una caja con menaje –platos y más cosas frágiles- que no dejaría tocar a los chicos aunque estuvieran clamando y suplicando ayudar, cosa que no suelen hacer. Sin embargo, se pregunta si podría juntarlos en el cuarto de estar donde puedan echar una mano a Alex con algunos objetos menos delicados. Pero no espera que aparezcan. Siempre tiene que encargarse de obligar a los niños a participar en el desembalaje después de que la familia se ha trasladado, pero no tiene la voluntad de imponer la “norma” de que toda la familia tiene que ayudar. Se mudan tan frecuentemente (a ella le preocupa que deba ser más difícil para los niños que para ellos) que es feliz dejándolos moverse por ahí, explorar y relacionarse más que tenerlos dentro colocando las pertenencias “otra vez”.

 

Alex está de acuerdo en que el estilo de vida nómada de los Crowe debe ser duro para Russell y Terry, pero no es razón suficiente para establecerse a largo plazo. El hecho es que los chicos tienen mejores oportunidades de sobrevivir a los trastornos domésticos que las que tendrían de hacerlo con armarios y cajas vacías que son las cosas que estos traslados tratan de evitar. Alex va donde hay trabajo –el trabajo de catering (tanto Alex como Jocelyn han estado empleados con frecuencia en los platós de cine y televisión proporcionando la comida para actores y técnicos), o llevar un pub o cualquier otra cosa, le hará ir a donde sea.

 

El catering es agotador: las mañanas comienzan muy temprano y cada día requiere una extensa preparación, pero Jocelyn lo prefiere a llevar y vivir sobre los pubs. Hace unos cuantos años mataron a un hombre en una pelea que se montó en el pub que llevaba Alex. “Piensa en eso”, dice Jocelyn, “un hombre muerto”.

 

Así que es una combinación de factores –el hecho de que el trabajo en el cine es temporal y se agota rápidamente, el hecho de que los pubs se abren y se cierran o se convierten en sitios imposibles para criar a los niños, el hecho de que la familia nunca ha tenido el desahogo económico para establecerse y esperar una buena racha. Todo esto ha llevado a los Crowe a mudarse (cuántas veces... se para a pensar) catorce veces en los primeros diez años de vida de Russell.

 

Hay un ligero rasguño en la puerta que da a una pequeña despensa de la cocina. Jocelyn gruñe levantándose del suelo. Lo hace pausadamente pero sin un público en particular que la mire, del modo en el que lo hacen las madres cansadas como diciendo a sus hijos “Uh... ¿veis esto? Me estoy haciendo vieja antes de tiempo porque sois unos desagradecidos, sinvergüenzas”.

 

Jocelyn camina hacia la puerta donde una mujer con un pañuelo en la cabeza está escudriñando, protegiéndose los ojos del sol para poder echar un vistazo mejor. “¡Oh! ¡Hola! Soy Lois. Vivo en la casa de al lado. Sólo venía para ver quién se estaba mudando aquí”.

 

“Nosotros”, dice Jocelyn. Se presenta muy educadamente mientras le ofrece su mano a la vecina, pero no la invita a entrar. (Tiene un montón que desempaquetar y ha estado intentando evitar a los vecinos durante los demás traslados). Al parecer, Lois ha decidido que la mejor manera de romper el hielo con Jocelyn es contarle algunos cotilleos sobre los antiguos inquilinos de la vivienda; mientras le describe el horror de toda la basura que dejaron, está intentando echar un vistazo por encima del hombro de Jocelyn, tan sutilmente como puede. Entre tanto, Jocelyn, por encima del hombro de Lois, ha visto algo más. Russell está a algo más de un metro y medio detrás de la vecina, parcialmente oculto tras un arbusto. Tiene las manos cruzadas detrás de la cabeza –como si fuera el pañuelo que lleva puesto Lois- y está de puntillas como mirando a hurtadillas un área que no puede ver bien. Mientras se curva y se estira para ver la escena imaginaria, las esquinas de su boca se le bajan y las cejas se le levantan; la mirada significa extrema curiosidad.

 

Jocelyn no puede evitarlo: se ríe. Lois se da la vuelta y pilla a Russell con la mueca en su cara, y luego se vuelve a Jocelyn, sugiriéndole con los ojos que como deber de vecino tendría que castigar severamente al niño o por lo menos explicarle que se le ha advertido un comportamiento que dista mucho de ser bien educado. Jocelyn todavía está mirando a Russell y, a su pesar, se sonríe ligeramente.

 

“¡Oh, no le haga caso”, dice, sabiendo que es improbable que su explicación la convenza. “Está un poquito loco, eso es todo”. Lois no pierde mucho tiempo antes de poner una excusa y marcharse. Russell y Jocelyn se quedan mirándose durante un momento; tampoco es seguro quién de los dos va a ser el primero en decir algo. “Russell...” empieza Jocelyn seriamente, con la mejor de las intenciones. “Eso ha estado muy feo”. Pero no funciona. Russell todavía tiene las manos cruzadas tras la cabeza (no es por insolencia, es sólo por que se le ha olvidado quitarlas), y Jocelyn se echa a reír. Russell también lo hace. Jocelyn se vuelve hacia la cocina y evalúa su progreso con las cajas. Sabiendo que Russell ya se ha ido corriendo, sólo dice para sí misma, “Ahora ve y ayuda a tu padre”.