LA PASION DE CANDELA.


Este relato de amor, pasión, celos, venganza, fatalidad y muerte está inspirado en la célebre novela de Próspero Merimee, "Carmen" así como en la ópera de Georges Bizet de igual título.

Pero para evitar coincidencias inoportunas  he preferido cambiar los nombres. Así Don José se llamará Don Luis y Carmen será Candela.

 

I- En la prisión de Sevilla.


Luis Goicoechea  estaba sentado sobre un banco de piedra  muy cerca del patio Estaba solo con los ojos mirando hacia un punto invisible. Sus dedos se movían despacio y los entrecruzaba. Estaba esperando la visita de un periodista francés que iba a escribir una historia sobre su vida y sus aventuras.

Este periodista llevaba tiempo intentando convencer al preso para que le dejara entrevistarle, pero Luis Goicoechea no estaba excesivamente animado a ello.

Goicoechea  estaba en prisión por haber matado a una mujer de la que se decía que era su amante y esperaba la muerte por ello.

Era un "crime passionnel”  como dirían los franceses.

Luis  esperaba esta visita sin demasiada impaciencia y parecía tranquilo. Tal vez la orden de fusilamiento llegara esa misma tarde pero ahora no importaba nada de lo que ocurría a su alrededor a no ser su recuerdo, su imagen de ella,  de la mujer que había matado con sus propias manos.

Luis miró esas manos. Aún podía ver la sangre mojando sus dedos,  mojando su palma  su muñeca. Mientras seguía contemplándolas con sus ojos azules brillantemente intensos, sintió que estas temblaban.

Uno de los carceleros  un tipo ceñudo  con aspecto de bruto  y muy moreno le gritó:

- ¡Luis, ha venido a verte "el gabacho"!  

  El gabacho era el periodista que quería saber cosas sobre él y su suerte.

Luis miró al carcelero e hizo un gesto afirmativo con la cabeza.

Mientras que Luis esperaba, el carcelero, que se llamaba Antonio, le ofreció un cigarro, era un purito, muy fino. Antonio se lo encendió con la llama de una vela que había en una hornacina y que iluminaba la imagen de la Virgen de la Esperanza. Luis miró hacia la hornacina y contempló los negros ojos de la Virgen, entonces sin poderlo evitar recordó otros ojos igual de negros, igual de brillantes  e igual de tristes.

Los ojos de Candela.

El periodista francés apareció. Era un tipo delgado, muy bien vestido con gafas pequeñas, tenía "aspecto de intelectual". Llevaba una cartera negra sujeta entre los brazos. El francés se plantó frente a Luis.

-Monsieur Goicoechea... -pronunció el apellido con una inconfundible cadencia en la última a,  además la pronunció acentuada.

Luis lo miró con los ojos cansados. Ya no hacía sol, las nubes estaban oscureciendo el cielo. Tal vez llovería aunque no era muy probable. Tal vez la última lluvia del verano que estaba punto de acabar.

-Sí, yo soy. Usted debe ser el periodista que quiere entrevistarme, ¿no?

La voz de Luis era sonoramente profunda con un cierto tono infantil, dulce, pero en cualquier caso resultaba muy masculina.

-Así es, Monsieur. Le escribí pidiéndole permiso, así como al gobernador de la prisión. Soy Basile Morell y escribo para el periódico "Republic". Precisamente estoy viajando por España preparando una serie de artículos sobre las costumbres, los paisajes y la gente de l´Andalousie, vous me comprainais?

Luis lo miraba sin pestañear consumiendo su cigarro entre los dedos. Le preguntó  bajando los ojos:

-Usted quiere saber por qué estoy aquí, ¿no es así?  Es lo que los lectores de sus artículos desean leer, ¿no?

-Mais, oui, monsieur le brigadier, c´est ça!

Luis sonrió, parecía que no le caía del todo mal el periodista francés, un hombrecillo de aspecto vivaz  pero simpático.

-Muy bien. Pues dese prisa, "monsieur",  porque a lo mejor esta noche ya no estoy en el mundo de los vivos -dijo Luis Goicoechea ofreciéndole una silla  que había cerca de una vieja mesa de madera-. Pediré que le traigan unas luces para que pueda escribir mi historia,  si es eso lo que quiere.

-Très bien, mon brigadier, vous êtes très gentile.

-Bueno, bueno, monsieur, si vamos a hablar en francés, mejor que escriba usted la historia que le venga en gana.

Luis pareció sonreír al periodista y le pegó una buena chupada al cigarro.

Basile Morell extrajo una pitillera de plata, muy bonita y costosa. Luis la miró y posando sus azules ojos sobre las minúsculas lentes del periodista le dijo:

-Tenga cuidado con lo que trae, no sea que le desvalijen cuando menos se lo espere.

-Ahora perdóneme  por favor por hablar algunas frases en mi idioma, pero a veces no lo puedo evitar. Verá,  supe lo que le sucedió por los periódicos y por las habladurías de las gentes de Sevilla.

Luis sonrió y grito:

-¡Antonio, trae unas velas, está oscureciendo! ¡El francés las necesita para escribir mi historia!

Antonio apareció después de unos instantes y depositó sobre la mesa unas palmatorias de bronce con las velas encendidas. Antonio se apoyó junto a la pared blanca encalada.

-Vamos,  monsieur, ¿por dónde quiere que empiece?

El periodista lo miró y sacó de su cartera unas hojas y unas plumas.

-Pues empiece por el principio. Simplemente. Verá, don Luis ¿puedo llamarle así?- Luis asintió-. Nuestros lectores están ávidos de "emociones fuertes". L´Andalousie es una región tremendamente dramatique et romantique.  Lo que le ha sucedido entusiasmará a mis lectores.

Luis lo miraba con los ojos más abiertos. De alguna manera no estaba intentando esconder nada, callar nada, ocultar nada, "¿para qué?" pensó, si después de todo iba a morir más tarde o más temprano.

-¿Va a hacerme famoso con su relato? -preguntó mordiéndose los labios en un gesto cínico y fieramente varonil.

-Mais oui, monsieur le brigadier. Le haré famoso y yo también lo conseguiré porque su historia es de las que dejan... Como se dice en espagnole? ...ummmmmm... Huella. Oui, dejan mucha huella.

Luis Goicoechea se reclinó sobre la pared y miró hacia el cielo. Suspiró profundamente.

-Está bien, señor periodista. Empecemos por el principio.

Luis cerró los ojos.

El periodista contempló a ese hombre joven, fuerte, moreno de luminosos ojos azules, patillas pronunciadas que se unían a su barba, una barba que cubría su esbelto cuello. Iba vestido con una camisa blanca y un pantalón marrón oscuro de paño, calzaba unas botas militares. En su cuello colgaba una cadena y una pequeña cruz de oro.

Era un hombre atractivo. Al francés le llamaba poderosamente la atención el brillo de sus ojos azules, su energía, su personalidad, su "aparente tranquilidad" y entereza, sobre todo teniendo en cuenta que Luis Goicoechea estaba condenado a muerte. La orden de ejecución de la sentencia aún no había llegado.  Por lo visto debía de ser firmada por el gobernador de Sevilla y ésta aún no había sido enviada.

El procurador de Sevilla que atendió su defensa personal, había solicitado una orden de conmutación de la pena por cadena perpetua alegando enajenación, pero el gobernador, asesorado por el fiscal general de Andalucía, había rechazado la petición. El procurador había escrito a la reina de España, Isabel II, para suplicarle clemencia para el acusado, pero la respuesta no llegaba.

A Luis le daba ya todo igual. Se había hecho a la idea de que moriría en esa prisión.  Sus ojos de posaron en unas macetas en las que había unos pequeños claveles rojos, unas clavelinas; entonces, sintió un estremecimiento que recorrió todas las fibras de su cuerpo.

Una de esas clavelinas fue la que Candela, su amante, le tiró a la cara cuando se vieron por primera vez. El periodista que era un tipo muy observador, lo vio y anotó unas palabras en la hoja. También Luis se dio cuenta.

-¿Ha visto usted, señor francés , que he mirado hacia esas flores?

El francés asintió.

-Verá. Voy a empezar por ahí por las clavelinas.

Luis volvió a cerrar los ojos.


II.- Luis Goicoechea recuerda.


Era la primavera de 1845. Sevilla ofrecía una espléndida visión de flores, colores, bullicio, gentes, mercados, sol, balcones engalanados, barcos que atracaban a las orillas del Guadalquivir, forasteros; la vida que se hacía más densa en ese lugar tan hermoso, en ese lugar tan apropiado para las pasiones más arrebatadoras.

El francés sabía acerca de esas pasiones arrebatadoras ya que había recopilado datos, historias, chismorreos, rumores y versiones en boca de las gentes con las que habló antes de visitar personalmente al preso.

Luis Goicoechea acababa de llegar a Sevilla, destinado desde Navarra, para incorporarse como brigadier de los Reales Dragones de la reina, una jovencísima Isabel II.

Luis comenzó su historia. Bajó la voz y se sentó en la silla que estaba junto a la mesa. Apoyó sus brazos sobre la madera y se tocó el cabello.

-Cuando llegué, hacía calor. Era un sábado. Lo recuerdo porque la fábrica de tabacos solo abría hasta el mediodía. Yo me encontraba dentro del cuartel charlando con el capitán Valcárcel.  Era mi superior, mi rango era de brigadier. Estaba recién ascendido y era la primera vez que pisaba suelo andaluz. Me habían hablado de Sevilla, de su belleza y también de la belleza de las sevillanas.

"Era una tierra totalmente distinta a la mía, mucho sol, mucho calor, mucho ruido, ajetreo... La ciudad estaba tan viva, era todo tan real que todos mis sentidos se inundaron de esa luz, de ese fuego, de ese ir y venir de la gente en las calles. Miraba hacia la ventana y veía la plaza con la iglesia y la fábrica de tabacos, al fondo la plaza de toros de La Maestranza,  la preciosa Torre del Oro, la Giralda, todo estaba frente a mí. Estaba extasiado contemplándolo. Entonces el capitán Valcárcel me comentó que las mujeres que trabajaban en la fábrica de tabacos salían a descansar.
-Algunas son muy guapas, señor navarro -me dijo. Yo sonreí-. Vamos a verlas, Goicoechea. ¡Vaya, tu apellido es terrible!. Te llamaré don Luis, ¿qué te parece?
Yo sonreí abiertamente y le contesté:

-Sí, claro, mi capitán, llámeme como le plazca, entiendo que mi apellido no es muy corriente por estos lugares.

Nos reímos juntos y él me invitó a un vaso de vino. Nos asomamos al balcón y allí, frente a nosotros, la fábrica abrió sus puertas. Las muchachas comenzaron a salir y las gentes miraron hacia la entrada.

Las chicas salían con los vestidos sin mangas, algunas con los corpiños, las blusas con las mangas subidas hacia los hombros y las faldas sujetas a un lado supongo que para que el aire les diera en las piernas.

Entonces la vi.

Era una mujer joven, rodeada de otras mujeres de pelo negro azabache, rizado, largo y espeso. Llevaba una blusa verde de manga corta, un corpiño negro con tiras rojas de seda enlazadas, una falda de volantes también negra y una clavelina prendida en el escote.
La contemplé y el corazón se me paralizó. Confieso que nunca antes sentí algo así. Ella reía y gesticulaba con las otras mujeres. Parecía que se estaban gastando bromas. Tenían aspecto cansado. El trabajo en la fábrica debía de ser duro, pero a ella no se le notaba el cansancio como a las otras. Ella era pura energía, vitalidad. Había algo salvaje en ella que me enloqueció desde el principio. Después supe que tenía sangre gitana en sus venas. Destacaba entre las demás mujeres.

Entonces ella me miró por primera vez. Yo no podía saber de qué color eran sus ojos, pero sabía que eran negros, más negros que el pozo más oscuro que pudiera encontrar, señor Morell."

Morell lo escuchaba anonadado. Anotaba todo lo que Luis le contaba sin parpadear. Sin duda el periodista también "contemplaba la escena".

Luis Goicoechea continuó. Bebió un sorbo de vino que Antonio había traído en una jarra. El francés hizo lo mismo. Se miraron a los ojos.

-Valcárcel me dijo que podíamos salir a inspeccionar la plaza y que yo comandaría la ronda. A veces se armaban revuelos ante la vista de las chicas de la fábrica y que podía haber algún altercado si algún listillo se pasaba un poco con alguna. Algunas chicas podían resultar un tanto descaradas con los hombres y eso podría generar "cierta tensión". Total, que salimos y nos apostamos frente a la fábrica mientras ellas se movían en círculos, canturreaban, charlaban en grupos, cuchicheaban y miraban comprometedoramente a los soldados.

Ella se llamaba Candela. Lo supe porque las chicas se dirigían a ella por ese nombre y Valcárcel la conocía. Lo cierto es que a Candela la conocía todo el mundo menos yo. Valcárcel me sonrió y me dijo señalando a la chica:

-Cuidado con esa, amigo navarro, que es punto y aparte. Candelita la llaman.

Y el nombre de Candelita se quedó grabado a fuego en mi alma desde ese día.

Candelita me miró. Esta vez se paró frente a mí y yo sentí un dolor agudo en el pecho, como una penetrante punzada. Ella se llevó la mano al corazón. Yo sentí que me ardían las sienes y que se me encogían las entrañas.
Me enamoré de ella en el mismo momento de verla frente a mí, ahí plantada con los brazos en jarras y su pelo negro moviéndose por la brisa.

-Bueno, ahí la tienes, Luis. Ella es Candela. Es un demonio de mujer, hermosa a rabiar y también muy peligrosa. Dicen que es hija de un noble y de una gitana pero ¡vete tú a saber con los gitanos!  Mienten más que respiran, y ésta es de armas tomar.

Valcárcel se dio cuenta del impacto que Candela me había causado. Valcárcel era un hombre interesante con un bigote largo hacia arriba, un mostacho muy bien cuidado. Estaba algo sobrado de peso y tenía el pelo canoso. Su aspecto era atractivo. Tendría unos cuarenta y tantos años.

Candela se adelantó hacia mí y clavó esos ojos negros en los míos. Parecía sonreírme pero más aún, parecía desafiarme con su mirada. Yo sentí desprecio por ella y quise apartarme. Entonces, mientras me miraba, sus labios se abrieron y dijo algo que no acerté a comprender. Después supe que a veces utilizaba palabras de la lengua caló. Con un elegante movimiento de su mano, la clavelina que llevaba dentro de su escote saltó hacia mi cara y miré a Candela. Ella estaba erguida con el porte orgulloso, sin parpadear. Sus ojos brillaban como dos hogueras y sus labios estaban entreabiertos, rojos, preciosos. La flor resbaló sobre mi pecho y cayó a mis pies. Entonces, lanzando una risa rabiosa salió corriendo.
Por un momento contemplé la flor que ella me había arrojado. Levanté mis ojos y ya no la vi. Se había escabullido entre los grupos de trabajadoras. Intenté alcanzarla con la vista, pero fue imposible. Había desparecido. Entonces me agaché y tomé entre mis dedos la pequeña flor roja que olía admirablemente, pero no era por el olor de la flor sino por el aroma que llevaba impregnado, el aroma de Candelita. La retuve en mis manos y sin evitarlo la acerqué a mis labios y la besé suavemente. 
Después de aquello no volví a verla hasta cierto tiempo después.

Fue en una venta a las afueras de Sevilla.


III.- En la venta "la Cueva del Tuerto".


El capitán Valcárcel y yo, junto a otros oficiales, estábamos invitados a una fiestecita porque uno de los comandantes se retiraba. Allí encontré de nuevo a Candela.
No había dejado de pensar en ella, en sus ojos, en sus labios, en su salvaje risa, en su cuerpo, en su pelo, en esa flor que había guardado en un libro y que todos los días miraba y acariciaba. Después supe que había dejado el trabajo en la fábrica, pero ya llegaremos a eso.

Ella estaba sentada sobre una mesa grande, en la que había vasos con vino y jarras de barro. Llevaba un precioso vestido verde con volantes, un corpiño de color granate oscuro de terciopelo ceñía su cintura. Sus pechos rebosaban en el escote pronunciado,  en su cuello colgaba delicadamente un bonito collar de cuentas de colores. Sus labios estaban muy rojos, sus ojos brillaban de forma endemoniada, su pelo relucía ensortijado, negro, brillante con reflejos casi azulados de sus pequeñas y perfectas orejas pendían unos aros de plata. Esta vez no llevaba ninguna flor sujeta. Sus pequeños pies estaban calzados con unos botines enlazados graciosamente.

Candela reía y se movía de un lado a otro. Parecía inquieta, sus brazos se agitaban, llevaba unas pulserillas de plata en sus finas muñecas que sonaban con sus movimientos. Entonces me miró otra vez, como aquel día en la plaza frente al cuartel a la salida de la fábrica.

Yo acompañaba al capitán Valcárcel. Éste me dio un codazo y me dijo:

- Vamos, Luis, tomemos un buen vino.

El lugar era una venta denominada "La Cueva del Tuerto". Al parecer había sido refugio de bandoleros y de contrabandistas y también había escondido a resistentes durante la guerra contra los franceses.

 

En este punto Goicoechea miró a Morell, éste comprendió y anotaba entusiasmado las palabras que salían de la boca de Luis, que continuó:

 

-Por lo visto, se llamaba "La Cueva del Tuerto" porque en los sótanos había unos pasadizos subterráneos donde se refugiaban los perseguidos por la justicia cuando el rey Fernando VII, padre de la actual reina Isabel, se dedicaba a cazarlos después de haber combatido contra el ejército de Napoleón.

Lo de "tuerto" pues porque el dueño sería tuerto supongo, tampoco lo pregunté.

El actual dueño se llamaba Pascual Morales, pero no se encontraba allí.

 

Luis y Morell se sonrieron. Luis bebió vino y el francés le ofreció un cigarrillo. Goicoechea aceptó. Después de unas caladas, el francés abrió la boca para preguntar:

-¿Sabía, monsieur don Luis, si ella estaría en ese lugar?

Luis sonrió al periodista y asintió.

-Sí. señor. Sabía que ella iba a estar allí. Valcárcel me lo dijo. Pero yo no quise darle importancia porque lo esperaba, aunque no sé si quería verla o no. Lo cierto es que estaba muy impresionado por Candela. Pero sentía algo muy difícil de explicar. La deseaba pero al mismo tiempo la despreciaba. ¿Usted me comprende?

-Oui, oui, Monsieur. Le comprendo perfectamente. Usted deseaba estar con ella, pero pensaba: ¡Mon Dieu, óonde me voy a meter! N´est pas?

Luis se rió. Por primera vez. Desde que el francés apareció, Luis rió con ganas. Basile Morell se admiró de la entereza y valentía de ese hombre, enamorado apasionadamente, que estaba esperando la muerte en esa prisión de Sevilla.

-Continue, mon ami, s´il vous plaît.

-Bueno, pues ella se bajó de la mesa y se dirigió hacia mí. Los demás estaban charlando con otras mujeres y hombres que conocían. Valcárcel estaba besuqueando a una mujer joven y guapa que le tendía un vaso de vino.

Candela me sonrió y dijo:

- Veo que está de permiso, señor oficial. Sabía que vendría por aquí.

Me clavó sus ojos y me miró con desprecio. Yo también la miré así. En el fondo la despreciaba y eso me enloquecía aún más.

-¿Qué hiciste con la flor que te arrojé, señor brigadier? -me preguntó acercándose más a mí, mirándome con esos ojos negros, desafiantes, que se me hundieron en el alma.

-La pisé y la destrocé con la bota -contesté.

Ella sonrió y poniendo sus brazos sobre sus caderas me dijo:

-Eso es mentira, me estás mintiendo. La recogiste y te la guardaste.

Yo deseé tomarla en mis brazos y besarla con toda la fuerza de mis labios.

Me quedé quieto frente a ella. El resto de los que estaban en ese lugar iban desapareciendo. Sólo estábamos Candela y yo. No me importaba nada más. No había nadie más. Ella se movió a mi alrededor y comenzó a cantar una canción que decía algo así como: "En algún lugar de Sevilla estaré contigo tomando un vaso de manzanilla y cantándote una seguidilla".

Se movía con gracia, de forma descarada,  me comprometía, y con sus ojos me decía que me prometía una noche de amor y de pasión.

Tuve que contenerme, "aguantar el tipo" como decimos aquí. Y eso hice. Aunque le confieso, señor Morell, que me costó bastante. Sus ojos se habían adueñado de mis ojos. Su cuerpo se había enredado en el mío. Sus brazos me atraían hacia su boca. Le dije en voz muy baja:

-Candela, no vas a jugar conmigo como haces con otros hombres. Me han prevenido a cerca de ti y no voy a caer en tu trampa.

Ella se rió como una loca y me miró con los ojos muy abiertos. Entonces me dijo, con su boca casi pegada a la mía:

-El amor es como un pájaro rebelde que se posa de rama en rama, un día está en una y otro en otra. Y si yo te digo que me ames, me amarás, y si me amas, ¡guárdate de mi mirada, guárdate de mi amor!

Candela salió corriendo dejándome con la boca abierta. Yo la seguí con los ojos. Ella se puso a bailar mientras unos gitanos tocaban la guitarra y unas mujeres, también gitanas, bailaban una danza flamenca tremendamente sensual.

Candela bailaba también. Yo me senté y la contemplé.

Mi corazón latía con tanta intensidad que se podía escuchar con toda claridad. Mi cuerpo temblaba, mis manos también. Bebí el rojo vino, mis dedos acariciaron la jarra, mi sangre corría vertiginosamente por todo mi cuerpo.

La deseé con tanta fuerza, con tanta desesperación, que me hubiera acercado a ella y la hubiera tomado entre mis brazos para llevármela de ese lugar y hacerle el amor hasta que ya no pudiera mover ni una sola fibra de mi cuerpo.

 

Morell dejó de escribir. Escuchaba con tanta intensidad el relato de Luis que él mismo se maravillaba de la fuerza del deseo que desprendía ese hombre, apasionado, vehemente, desesperado. Luis Goicoechea continuó recordando su encuentro con Candela.


-Después, cuando llegó la noche y los bailarines y los oficiales se fueron recogiendo, me quedé solo. Las mujeres estaban con algunos y yo recorrí el lugar deseando ver a Candela en cualquier momento.

El capitán Valcárcel se había ido con Rosarito, una de las amigas de Candela, y yo estaba esperando que ella apareciera. Salí al exterior. Las estrellas brillaban en un negro cielo sin apenas nube. La luna estaba compitiendo con las estrellas por demostrar su brillo y su resplandor al mundo entero.

Entonces ella apareció tras de mí.  Levantó sus ojos hacia los míos y me tocó los labios. Yo me quedé quieto, como paralizado. Aspiraba el aroma suave de flores que desprendía su hermoso pelo negro azabache.

-Luis, estoy aquí Sé que me estabas buscando. Lo supe desde la primera vez que te vi. Cuando mis ojos se encontraron con los tuyos. Sé de tu desprecio hacia mí y eso se te hace insoportable. He visto la mirada de deseo en otros hombres, pero tu mirada no es como la de los otros. En tu mirada está mi destino.

Entonces la atraje con furia hacia mí y la besé con tanta fuerza que apenas la dejaba respirar. Ella me ofreció sus rojos labios. Yo los saboreé. Saboreé su piel, su cuello. La apreté con toda la fuerza de mi cuerpo. Ella pareció querer separarse de mi abrazo.

-No, aquí no. Ven conmigo. Hay un cuartito detrás de la venta donde las mujeres dormimos de vez en cuando. Ahí tengo mis cosas . Allí estaremos bien.

La seguí, No podía dejar de escuchar mi corazón. La deseaba tanto que hubiera matado por conseguirla. Me llevó ante una puerta pequeña de madera. Candela empujó y abrió.

La habitación estaba iluminada por unas velitas situadas sobre una mesa de madera con cajoncitos había una cama cubierta con un frondoso mantón rojo como el color de la sangre. Parecía un lugar limpio y tranquilo.

En las paredes ardían unas lámparas de aceite. Había una silla de madera, un baúl  sobre el que reposaba una cesta con flores ya secas y una alfombrilla, una "jarapa" de colores. Sobre una de las paredes pendía el retrato de la Virgen de los Dolores y, sobre un saliente encalado, estaba la imagen de la Esperanza Macarena, la patrona de Sevilla, adornada de rosas. Un pequeño rosario de cuentas de marfil reposaba sobre la mesa.

-No sé cómo pude fijarme en todos esos detalles en unos momentos como esos. Pero así fue, señor francés.

 

Morell hizo algunas anotaciones en sus hojas y sirvió un poco de vino. Luis bebió un sorbo. Su cuerpo se movió y siguió reviviendo su encuentro con Candela.

 

Ella hizo que me desabrochara la guerrera, que me desabrochara el cinto. Y yo obedecí dejando el sable sobre la silla. Candela se volvió hacia mí y me rodeó el cuello con sus morenos brazos. Yo acerqué mi boca a la suya y nos besamos. Pero Candela estaba inquieta y yo ardientemente deseoso de su cuerpo. Me abrazó y contuvo la respiración. Yo acaricié su pelo, su cara, la abracé con fuerza, la levanté del suelo. Ella reía.

-Candela, te quiero,  ¡te amo con locura! ¡Ámame ahora! ¡Ámame porque te adoro! -le confesé entre suspiros. 

  Ella me besó. Yo recorrí su espalda con mis manos. Se apartó por un momento y comenzó a desnudarse. Yo la contemplaba sin decir nada. Mis ojos admiraban el color de su piel, el brillo dorado de sus brazos de sus hombros, el brillante pelo que caía sobre ellos. Sus rojos labios me dijeron:

-Ven, deseo que me hagas el amor, Luis.

Entonces la tumbé sobre el camastro. Fui desabrochándome la camisa al mismo tiempo que ella me desnudaba. Como si me fuera la vida en ello, fui desnudándola hasta que la tuve entre mis brazos así como deseaba tenerla, toda para mí. Me tumbé sobre ella, acaricié su rostro con mis manos, acaricié suavemente sus labios con mis dedos, besé su boca, acaricié sus pechos, besé su vientre, contuve la respiración. Sentí que mis sienes estallaban, sentí que el sudor iba cubriendo todo mi cuerpo.

Ella se movía y deseaba que la besara entre los muslos, buscando ese lugar con mis manos. Abrí su sexo y lo lamí intensamente, despacio, besándolo, acariciándolo con los dedos, hundiendo mi lengua más y más profundamente.

Candela jadeó y yo sentía una excitación que me desbordaba. Mi deseo por esa mujer me sobrepasaba. Subí mi boca hasta sus pechos, lamí sus pezones, los acaricié, mi lengua jugaba con las aureolas tan marrones, tan suaves, como el terciopelo. Eso era Candela: terciopelo, a veces frío, casi helado, a veces caliente como una piedra volcánica, y fuego, el fuego que desprendía todo su cuerpo me enloqueció.

Entonces la poseí. Jadeábamos constantemente mientras sentía la humedad de su sexo envolver el mío mientras la embestía una y otra vez. Ella se aferró a mi espalda, se abrazó a mi cintura, y sus brazos rodearon mi nuca. Sentí sus arañazos sobre mi carne, sus uñas que se clavaban en mis brazos, en mis hombros, los pellizcos de sus dedos estirándome la piel de la nuca.

Nos revolcamos sobre el camastro, unas veces ella estaba sobre mí, otras yo sobre ella. Ella mordía mis labios y se mordía los suyos, mordía mi barbilla, mi garganta, me hizo sentir dolor pero lo aguanté porque mi deseo era tan poderoso que sólo quería tenerla pegada a mi cuerpo, como si se fundiera con mis abrazos con mis besos con mis caricias. Cuando mi deseo no pudo contenerse más, me desahogué dentro de ella  y Candela se retorció. Se abrazó a mí y pude escuchar los latidos de su corazón que se confundían con los míos. Nuestros ojos se encontraron, nuestras lenguas se entrelazaron chocando la una con la otra. Besé sus pechos. Los sostuve en mis manos, saboreé la punta de esos pezones que desprendían un extraño olor a flores, a sudor, a mi propio olor, a su cuerpo, al mío.

Le sonreí. Ella me acarició la frente y echó hacia atrás mi pelo. Nos quedamos quietos mirando hacia el techo de esa pequeña habitación. Ella se incorporó por un momento y tomando el mantón rojo floreado que había cubierto la cama antes, lo echó sobre nuestros cuerpos. Yo la abracé con ternura, sintiendo que me estremecía de nuevo, sintiendo que el deseo aparecía otra vez, deseando poseerla como hacía unos momentos lo había hecho. Pero Candela puso su cabeza sobre mi pecho y habló.

-Luis ,¿tú crees en el destino?

-¿En el destino? ¿Por qué preguntas eso, amor mío?

Candela me sonrió pero inmediatamente su rostro se volvió sombrío.

-Yo sí creo en el destino, Luis. Los gitanos creemos en que está escrito todo lo que nos va a pasar.

-¡Bah! Eso son supersticiones absurdas. No debes dar importancia a esas cosas.

-No, Luis, yo... yo he visto algo en tus ojos. He sentido algo que nunca sentí antes cuando miraba a un hombre. Contigo ha sido totalmente distinto. He sentido como si un cuchillo desgarrara mi carne y se clavara en mis entrañas.

Yo la abracé. Estaba algo impresionado por sus palabras, pero no quise darle mayor importancia y la besé en la boca. Hice que ella me mirara. Parecía que estaba a punto de llorar.

-¿Sabes? Una vez, una gitana que conocía las artes de la adivinación, me echó la buenaventura, eso fue hace tiempo pero no he podido olvidar lo que entonces me dijo.

-¿Y qué te dijo esa gitana, vida mía? -le pregunté, algo divertido.

-Me dijo que no tardaría en encontrar a un hombre y que mi encuentro con él sellaría mi destino, y no quiso decirme más.

Yo me reí y acaricié sus manos y sus brazos.

-Vamos, Candela, no debes creer en eso. Ovida esas palabras que suenan tan atemorizadoras. Ahora sólo estamos tú y yo. Y nada va a separarnos.

Candela se incorporó y echando sobre mi pecho su pelo abrazándome, me dijo:

-El destino está escrito, Luis. Mira, escucha lo que voy a decirte. Una vez, eché las cartas para saber que me ocurriría y salió una carta al final, una carta terrible. Esa carta era el nueve de espadas.

Yo la miré y abracé sus hombros. La rodeé con mis brazos.

-¿Y qué significa el nueve de espadas?

-En la baraja española, el nueve de espadas es  la muerte.

Se quedó callada, quieta. Me miró con los ojos mucho más brillantes y suspiró. Se hizo un silencio insoportable. Yo no sabía que decirle. Así que la atraje hacia mí y la besé en los labios.

-¿Y qué? Es una palabra como otra cualquiera, Candela, como la palabra vida, la palabra amor, destino. ¿Qué más da? A mí no me preocupan esas cosas. Ahora estamos vivos y nos amamos. Lo demás ¿qué importancia puede tener para nosotros?

Candela se levantó y echándose su pelo hacia la espalda volvió a mirarme, desafiante.
-No deberías reírte de las cartas, Luis. Ellas dicen lo que va a pasarnos.
Yo sé que.... moriré pronto porque siempre que las leo sale la misma carta. ¡Siempre aparece el maldito nueve de espadas! ¡La carta de la muerte! ¡Siempre la muerte!

Entonces me acerqué a ella y la atraje con fuerza hacia mi pecho. La besé con fiereza en la boca y cubrí de besos sus mejillas, que comenzaban a humedecerse por sus lágrimas.

-¿Qué importa esa carta, qué importa el destino, o la vida, o incluso la muerte? Tú eres mía y yo soy tuyo, ¡vida mía!  El destino eres tú ¡porque mi vida eres tú!

Nos abrazamos con rabia con tanta fuerza que volvimos de nuevo a amarnos con tanta pasión como unos momentos antes nos habíamos amado. Después nos quedamos dormidos.

Cuando desperté supe que Candela ya no trabajaba en la fábrica de tabacos, me lo contaba mientras preparaba en unos cuencos de madera, una sopa humeante, y me servía un poco de vino. Yo estaba en la cama y ella se dispuso a servirme; después se sentó sobre el borde y me observó.

-¿Cuánto tiempo llevas levantada? -pregunté mientras devoraba la sopa.
-Algún tiempo. No te preocupes. Salí cuando estaba a punto de amanecer. Me gusta ver salir el sol. Me digo a mí misma "¡bueno, un día más!"

Yo le sonreí y alargué mi mano para acariciarla. Ella la cogió y se llevó mis dedos a sus labios. Los besó. Parecía animada. Estaba contenta y yo profundamente enamorado.

-Estabas tan dormido, Luis. No parecías un hombre. Parecías más bien un chiquillo, ¡jajajajajajaja!

Yo me reí con ganas y después de tomar la sopa y beber el vino que me había preparado, comencé a vestirme. Candela me trajo una jarra grande con agua y una palangana. Me aseé y me coloqué la guerrera. Aún no había terminado de abrocharme cuando me acerqué a ella y la abracé. Busqué de nuevo sus labios y le dije:

-Creí que no te encontraría a mi lado cuando despertase.

-Sigues sin fiarte de mí, ¿verdad?

Yo asentí mordiéndome los labios y le contesté:

-¿Cómo podría fiarme de una gitana como tú? ¡Eso jamás, Candela, jamás! Ella se revolvió entre mis brazos.

-Candela, tengo que decirte algo que llevo dentro y que he guardado y de tanto hacerlo me duele el corazón.

Ella me miró muy interesada y, con gesto de incredulidad, acarició mi barbilla:

-¿Qué es, don Luis Goicoechea?

-¡Vaya, te has aprendido bien mi nombre completo, eh!

Ella sonrió y me hizo un gesto para darme a entender que tenía prisa y que le contara eso que era tan importante.

-Candela, quiero que me perdones por haberte despreciado de esa manera antes. Quiero que me lo digas, que me digas que me perdonas y que lo has olvidado.
Entonces ella me contesto:

-Candela no es rencorosa, pero no olvida las cosas fácilmente y precisamente fue tu desprecio lo que más me atrajo de ti. Ese desprecio fue lo que me estremeció. Y también me estremecí por...

Se calló. Yo no le di más importancia. Deseaba besarla. La atraje hacia mí y la besé con fiereza. Ella correspondió a mi beso abrazándome con todo su cuerpo, restregándolo contra el mío. Quería retenerla, pero ella se escurrió y tomando su mantón salió corriendo de la habitación.

Después volví a Sevilla, al cuartel. Candela andaba con su gente. Habíamos quedado en vernos después de unos días porque a ella no le gustaba volver a Sevilla y yo tenía que cumplir con mi obligación.

El capitán Valcárcel me preguntó sobre Candela pero yo no deseaba contarle nada de lo sucedido, aunque él sabía de sobra que estábamos juntos.

Una tarde, Valcárcel se sentó frente a mí en la cantina y me dijo:

-Amigo Luis, no quiero que tomes mis palabras como algo que pueda ofender tu hombría, que ya sé de sobra que la tienes a raudales, pero creo que conozco el paño y creo que deberías alejarte de ella.


Luis se paró. Deseaba descansar. Morell volvió a encender un cigarrillo y le ofreció uno pero Luis lo rechazó. Tampoco deseaba beber más vino que Antonio el carcelero había traído.

-¿Qué le contestó, monsieur Goicoechea?
Luis aclaró su garganta y mirando al periodista negó con la cabeza.

-Le dije que se metiera en sus asuntos, que no necesitaba consejos de nadie.

-Et depuis?-preguntó Morell.

Luis echó sus brazos hacia delante y los dejo caer sobre la mesa.

-Volví a ver a Candela. Yo quería que lo dejara todo y que se viniera conmigo, que abandonara a esa gente con la que estaba. Eran contrabandistas, pero a mí eso me daba lo mismo. Lo único que quería era tenerla constantemente a mi lado. Cuando no podía verla, cuando no podía estar con ella, me desesperaba. Candela no deseaba venir conmigo. Nos citábamos a escondidas. Eso parecía que encendía aún más su deseo y el mío, para qué voy a engañarme. Era como vivir una aventura peligrosa. Hasta que sucedió lo de la partida del contrabando.


IV.- Los contrabandistas.


Era un grupo de contrabandistas que se dedicaban a traficar con todo tipo de cosas que les proporcionaban buenos negocios: licor, armas, tabaco, lo que fuera. Robaban los barcos atracados en el río y se marchaban al campo, a la sierra, a esconder el contrabando. Yo lo supe porque en uno de mis encuentros con Candela, ella estaba hablando sobre una partida de contrabando que estaba punto de recibir. Los contrabandistas estaban comandados por un tal Salvador Mejías, apodado "El Negro", porque el tío era más negro que el sobaco de una mona.

Basile Morell se echó a reír. No cabía duda de que su experiencia con el preso estaba siendo de lo más gratificante. Además, la admiración que el francés sentía por el navarro era cada vez más evidente, porque le estaba demostrando que, incluso en esa terrible situación, el hombre tenía un sano y divertido sentido el humor.

-El caso es que me vi involucrado contra mi voluntad. Digamos que estaba en el lugar menos adecuado y en el momento menos adecuado. Cuando supieron que era militar, se pusieron a la defensiva. Eran tipos vulgares, unos brutos, pero conservaban un rígido código de honor.

"Candelita intervino a mi favor. Dijo que yo estaba con él pero el jefe, el tal "Negro", había sido el anterior amante de Candela y cuando ésta lo abandonó, él no pudo soportarlo y juró que se vengaría de ella.

Yo, al principio, estaba totalmente ajeno a esas historias Cuando me enteré, me di cuenta de que ese tipo no fanfarroneaba y me amenazó de muerte. Pretendía hacer creer que yo enviaría a una partida de soldados para acabar con el negocio que tenían montado y así terminarían todos en la cárcel. A mí las andanzas de los contrabandistas me importaban un pimiento. Lo único que me importaba era tener a Candelita y "El  Negro", que aún la quería, se sintió celoso y me desafió. Así, quitándome de en medio, tenía el camino abierto para volver con ella. Pero Candela no lo quería ni ver y me dijo que tuviera cuidado, que esos tipos no se andaban con chiquitas. Yo intenté convencerlo de que de mi boca no saldría nada, de que estaba con ellos para que me dejaran en paz, pero el jefe insistió y me dijo que pelearía conmigo y que iba a matarme.

Candela me protegió en todo momento y yo volví con ella. En esa pequeña habitación después de hacer el amor mientras la sostenía en mis brazos, ella me preguntó por mi familia. Yo llevaba al cuello esta cadena con esta cruz de oro, señor francés.

 

Luis se la mostró. Morell la contempló. Una pequeña cruz de oro muy sencilla. Luis se la llevó a los labios y la besó con devoción.

-Era de mi madre. Ella me la puso cuando se despidió de mí con un beso.

Luis sintió que sus ojos se humedecían al recordar a su madre. El francés se dio cuenta de ello y prefirió no intervenir.

-Estaba a punto de partir hacia Sevilla. La recuerdo de pié, a la entrada de la casa, llorando, agitando su blanca mano y junto a ella, a Soledad. Soledad  era una vecina que había crecido conmigo. Era huérfana y las monjas la habían educado. Mi madre se hizo cargo de ella cuando salió del colegio. Para mí era -es- como una hermana, aunque sé a ciencia cierta que yo para ella era algo más que un hermano. Siempre me quiso. Yo le tengo mucho cariño, pero nunca sentí nada más por ella. En el fondo, mi madre siempre había confiado en que Soledad y yo nos casáramos algún día. Esa era su mayor ilusión. Pero cuando dije que me destinaban a Sevilla, se puso enferma y Soledad no digamos. Candela hizo lo mismo que usted, monsieur, tomó la cruz en sus manos y la acarició. Entonces, yo le conté que me la había regalado mi madre. Le hablé de ella y también de Soledad. Candelita me escuchaba con atención mientras me acariciaba en los hombros y rozaba sus suaves labios con los míos. Me dijo:

-Tal vez deberías volver con ellas, Luis,  y olvidarte de mí.

Yo la abracé con todas mis fuerzas y le dije al oído:

-¡Eso jamás! Nunca podría separarme de ti. Si algún día regresara a mi tierra,  tú vendrías conmigo.

Ella me sonrió y me preguntó:

-¿Y tú crees que tu madre me aceptaría a mí, a una gitana?

Yo la besé en los labios,  acaricié sus mejillas y sonreí:

-Mi madre es muy buena, te querría también. Tiene un corazón muy grande,  Candelita.

 

  Morell seguía escuchando y anotando. De vez en cuando estiraba los brazos como para tomarse un ligero descanso. Entonces preguntó:

-Monsieur don Luis,  ¿qué sucedió después?

Luis  carraspeó. Se mordió ligeramente los labios y se quedó pensativo. Tardó unos instantes en hablar.

-Después, tuve que vérmelas con Salvador Mejías "El Negro".


V.- El enfrentamiento.


Luis  se levantó dio unos pasos. Contempló el patio. Miró hacia el cielo. Respiró con fuerza.  Se mantuvo de pie mirando al francés. Éste estaba ordenando sus papeles y miró a Luis como esperando impacientemente que sus palabras siguieran "seduciéndolo". La historia le había apasionado desde el principio y no se perdía ni un solo detalle del relato.

Luis se movió. Se echó el pelo hacia atrás. Se acercó hasta la mesa.

-Lo que sucedió fue muy rápido. El contrabandista "me buscó". Me tenía ganas porque sabía que amaba a Candelita y que ella me amaba también.

El francés  chascó la lengua y preguntó:

-¿Le provocó?

Luis asintió.

-Me provocó y me enfrenté a él. Le planté cara. Insultó a Candela y ese fue el pretexto.

"Sucedió una noche. Yo había tenido una fuerte discusión con Candela. Después de salir del cuartel convine en verme con ella  en la habitación de la venta. Cuando llegué, ella no estaba. Pregunté a su amiga Rosarito y me dijo que andaría por ahí, pero que no sabía dónde. La esperé durante un buen rato. Me estaba poniendo muy nervioso porque no aparecía. Comencé a pensar que se había ido, que no vendría, que ya no quería verme, que no deseaba estar conmigo. Hasta que apareció. Estaba desesperado. Mi deseo por ella era brutal. La empujé hacia el fondo de la habitación y cerré la puerta de un golpazo. Me lancé  sobre ella y la abracé con furia,  con rabia. Llevaba unos cuantos días sin saber de ella, sin verla, sin tenerla, y eso me hacía sentir furioso, desesperadamente inquieto, preocupado y celoso, muy celoso.

La besé apretando todo su cuerpo contra el mío,  sentí cómo respiraba. Me volví loco oliendo su cuerpo, sintiendo el contacto salvaje de sus manos, de sus labios,  de sus brazos.

La levanté y la tiré sobre la cama. Le arranqué la ropa. Mis manos no eran las manos de un hombre, eran más bien zarpas que agarraban su carne y la estrujaban. No me preocupó que ella pudiera sentir dolor, tal vez deseaba provocarle dolor, ya que ella me lo provocaba a mí. No había sabido nada de ella y no me había dejado ningún mensaje. Estaba tan desesperado por poseerla de nuevo que le hice el amor sin miramientos. Estaba fuera de mí. Mientras la acariciaba furiosamente, mientras mis manos apretaban sus pechos, su cintura, mientras mi cuerpo se estremecía de deseo por ella, mi boca mordía sus pechos, su cuello, sus labios. Ya no me importaba nada, nada que no fuera esa única y maravillosa sensación del sabor de sus labios ,del sabor de sus pechos, del sabor de su sexo.

La monté casi sin esperar a que ella abriera las piernas para recibirme. La sentía ansiosa. Y yo me sentía su dueño, pero nunca fue así. Ella era la dueña de mi deseo,  de mi fuerza, de mi debilidad, de todo mi ser. Ella me deseaba.  Y yo necesitaba poseerla como el aire para vivir. Estaba loco.

Mientras la penetrab,a por un instante miré sus ojos negros, y mientras me hundía en su cuerpo, la esencia más oculta de mi ser se hundía en la profundidad de esos ojos arrebatadores que hacían que me doliera el alma. Hubo deseo, furia, dolor, lágrimas, pena, rabia, desesperación.

Candela se puso sobre mí, mientras yo la sentía triunfar en esa lucha. Sí, ella salía victoriosa. Y lo sabía porque yo no tenía nada que hacer teniéndola así sobre mí, mirándome y acariciándome, abriendo su hermosa boca para gemir, para gritar para demostrarme a mí y al mundo entero que estaba a su merced. Yo ya no quería nada más, no pedía nada más a la vida. Candela era mía  pero, sobre todo, yo era suyo, suyo incluso hasta más allá de la muerte.

 

  Cuando Luis pronunció esa palabra, Morell lo miró con expresión asustada. La pasión del navarro era tan tremendamente intensa que Morell se levantó y le ofreció un vaso de vino.

-Beba, monsieur, tranquilícese. ¡Mon Dieu! ¡C ´est incroiyable!

Luis pareció volver a la normalidad. Sus manos estaban crispadas. Había apretado los puños una y otra vez,  su cuerpo estaba totalmente en tensión. Pareció volver a la realidad.

-Perdone, Morell. Estaba reviviendo mi encuentro con Candela y me he dejado llevar por lo que sentía sin intentar disimularlo.

El francés no contestó, estaba extasiado contemplando a Luis. Éste se sentó y apuró el vaso. Continuó...

-Estuvimos amándonos ajenos a todo. Sus besos y sus caricias cubrían mi cuerpo y yo la abrazaba con toda la fuerza de mis brazos. Le dije mirándola a los ojos:

- ¡Te llevo en mi sangre! ¡Eres como una fiebre que me devora las entrañas, que me corroe por dentro!

Nuestros cuerpos, cubiertos de sudor, se retorcían. Por mi espina dorsal, un terrible hormigueo me producía una enloquecida sensación de deseo, fuerza, dolor, desesperación, soledad y amargura que me hacía desearla aún más, si ello era posible.

No sabía en qué mundo me encontraba, ni en qué lugar estaba. No sabía ni siquiera mi nombre, ni de dónde provenía. Había perdido todo el contacto con el mundo que me rodeaba. Mi única referencia del mundo, de las cosas, de la vida  era ella. Sólo ella.

En mi boca perduraba el sabor y el olor de su sexo. La acariciaba con tanta fuerza que podía sentir el contorno de sus huesos en mis manos.

 

Luis contempló sus manos. Estaban temblando.

-Mientras las hundía en su carne, mientras mi boca mordía sus pechos y su cuello, ella se aferraba aún más a mi cuerpo, me retenía en sus brazos y jadeaba sin contenerse. Estábamos fuera de nosotros pero al mismo tiempo estábamos fundidos el uno con el otro en un sinfín de caricias, de besos, de abrazos... Casi no parecíamos personas, más bien parecíamos bestias, pero tampoco era así. En el fondo éramos dos seres humanos que se devoraban el uno al otro y que hubieran muerto de deseo sin ser conscientes de ello. Después de aquel tremendo encuentro,  supe que ya nada en mi vida sería como antes. Entonces fui consciente de que la amaría toda la vida, que la amaría hasta la muerte. Hasta después de la muerte.

Después me encontré con "El Negro", no en” La Venta del Tuerto” sino entre las ruinas de un pequeño monasterio destruido por los franceses hacía unos años. El lugar era conocido como "las alas del cuervo".

El jefe de los contrabandistas me provocó con Candela  e intentó herir mi orgullo de hombre diciéndome que era un cobarde y que no había ningún honor en mí como no lo había en una manada de hienas. Yo respondí a su provocación. Luché con él. La lucha era a navaja. Yo no estaba acostumbrado a eso. Lo había visto alguna vez pero nunca había utilizado esa arma. Uno de los hombres de la banda me la proporcionó.

"El Negro" me gritó:

-En el fondo, eres digno de lástima, soldado, porque Candela te abandonará como hizo conmigo. Pero yo voy a matarte. Y voy a hacer con ella todo lo que me venga en gana. Ya lo hice una vez. No es más que una perra que debería estar mejor muerta. ¡Vamos, terminemos de una vez por todas! ¡No consentiré que traigas a los soldados!

-No hables así de ella. Lo que pienses de mí no me importa lo más mínimo. No busques el pretexto de que soy soldado y que voy a ir con la historia de tu contrabando, porque a mí eso no me importa, nunca me ha importado. Estamos aquí por ell, ¿no es cierto, "Negro?

Él sonrió ferozmente y sus negros ojos brillaron con las últimas luces de la tarde. Se acercó a mí pero mantuvo la distancia. Estaba esperando para atacar.

-El que gane se la queda.

Candela apareció envuelta en un mantón azul con flecos negros. Iba acompañada de Rosarito y de Paquita, otra de sus amigas. Los hombres de "El Negro" se apostaron para presenciar la pelea. Se habían encendido unas teas que se sujetaban por unas cuerdas a las rocas semiderruidas del antiguo monasterio. Candela dijo:

-Yo no pertenezco a ningún hombre, Salvador, y eso lo sabes muy bien. -Entonces dirigió sus negros ojos a mí y me dijo muy despacio-: Tampoco te pertenezco a ti, Luis.

Salvador Mejías "El Negro" soltó una risotada y la sangre comenzó a agolparse en mi cabeza. Uno de los hombres de "El Negro", apodado "El Despistado" y que era su lugarteniente, me entregó una especie de mantita que se usaba en este tipo de luchas a navaja. Entre ellos, designaban a la navaja el nombre de "cheira". La manta se sostenía en una mano mientras que la otra sostenía la navaja. La manta se envolvía en la muñeca  y se usaba tanto para defenderse como para atacar. "El Despistado" me dio una palmadita en la espalda y me sonrió con cierta simpatía. Llevaba un puro apagado mordido entre sus dientes. Era algo más maduro que su jefe y también moreno con largas patillas y barba muy recia.

El hermano de "El Negro" estaba presente. Era uno de los más jóvenes y era muy delgado y enjuto. Se apodaba "El Flaco". Candela estaba entre Paquita y Rosarito. Todos contemplaban la escena. Me fijé en los ojos de Candela, brillaban como las estrellas y ardían con un fuego tan poderoso que me estrujó el alma. Todos, y sobre todo Candela, eran conscientes de que dos hombres peleaban por ella. Iban a derramar su sangre: la lucha era a muerte.

Mi corazón me golpeaba el pecho y sus latidos oprimían mis costillas, casi no podía respirar. El silencio era amenazador, impresionaba. Era el silencio procedente al estallido de una terrible tormenta. No se movía ni una hoja de los árboles, incluso el aire parecía haberse evaporado. El tiempo se había detenido.

Luché con ese hombre por Candela y maté a ese hombre por ella.

Salí herido en un costado. La navaja me había cortado lacarne y me producía un intenso y punzante dolor. La sangre se derramaba entre mis dedos.

El hermano del muerto se quedó quieto. No intervino. Tan sólo cerró los ojos de "El Negro" y los hombres tomaron su cuerpo y lo llevaron para enterrarlo. Ahora "El Flaco" se haría cargo de la banda. Se llamaba Rafael y se guiaba por el código de honor de aquellas gentes: su hermano me había provocado por celos y salió perdiendo.  Le costó la vida y la aventura casi  me cuesta la mía.

Candela ni siquiera miró al muerto. Sólo me miraba a mí. Paquita, Rosarito y "El Despistado" me sostuvieron y contemplaron la herida. "El Despistado" susurró:

-Tiene mala pinta. Hay que detener la sangre porque si no, tu hombre morirá.

Me llevaron a la venta y el dueño que había aparecido, un tal Pascual Morales, preparó todo lo necesario para evitar que la hemorragia fuera a más. Durante dos semanas estuve entre la vida y la muerte después supe que el capitán Emilio Valcárcel había estado visitándome. Cuando recuperé el conocimiento, Candelita estaba a mi lado. Eso fue lo que me hizo regresar a la vida.

Desperté y me encontré con sus ojos. Aún tenía fiebre. Mis labios estaban resecos. Me sentía vacío por dentro. Mi estómago se contraía y me dolía hasta el alma. Una insoportable sed se apoderó de mí, me moví en la cama, ella me sonrió, sus preciosos ojos se iluminaron de nuevo y los míos intentaron devolverle la sonrisa. Ella acercó un pañuelo mojado y refrescó mis labios  después los acarició con los dedos y me besó. Tenía tanta sed que apenas podía mover la boca para pedir a Candelita que me diera agua, pero ella tomó un vaso y lo acercó a mi boca. Yo bebí deprisa pero ella me tranquilizó. Estaba totalmente cubierto por el sudor. Ella me lavó y con ayuda de Rosarito cambiaron mis ropas. Después limpiaron mi herida y pusieron nuevos vendajes. Yo le pedía a Candela que no se marchara, que se quedara conmigo. Ella sonreía y acariciaba mi frente para comprobar si la fiebre iba remitiendo.Durante unos cuantos días estuvo conmigo cuidándome  pendiente de mí.

Yo era feliz. Estaba feliz porque cuando abría mis ojos encontraba los suyos. Cuando alargaba mis manos para tocar las suyas, ahí las tenía. Poco a poco fui recuperando las fuerzas.

Un día recibí la visita del capitán Valcárcel. No traía buenas noticias. Iban a expulsarme del ejército debido a mi comportamiento, a mi irresponsabilidad y a las relaciones que tenía con esa gente, es decir, gitanos, contrabandistas yladrones. Esa actitud no gustaba a los altos mandos de Sevilla. Así que Valcárcel vino a comunicármelo. No me importó nada, lo admito.  Aunque si sentía tener que abandonar el ejército era por tipos tan especiales como Valcárcel. Yo sabía que él me apreciaba, siempre lo había hecho desde que nos conocimos. No fui degradado. Valcárcel trajo todas mis cosas y se quedó conmigo un rato más.

-Y ahora, amigo Luis, ¿qué vas a hacer? -me preguntó mientras apuraba un vaso de vino.

-Pues me quedaré aquí -contesté simplemente.

-¿Por qué no vuelves a tu tierra, navarro?

-Me gustaría tanto volver a ver a mi madre. Por favor, capitán, si recibes cartas ¿me las enviarás?

-Claro que sí. No debes preocuparte por eso. Pero piensa un poco, amigo. Si regresas, podrás pensar en...

No le dejé terminar. Me incorporé. Sentí aún un dolor agudo bajo el costado. La herida aún sangraba  aunque bastante menos.

 -No. No quiero que mi madre me vea así, ¿comprendes?  Le escribiré pero no le diré nada de lo sucedido.  Se moriría del disgusto. Hace tiempo que no le escribo.

En esos momentos Candelita no estaba en la venta. Yo no sabía dónde se encontraba. Estaba un poco inquieto. Después de la visita del capitán Valcárcel, Candela y yo tuvimos una conversación. Había pasado un año desde que la vi por primera vez y estábamos de nuevo en primavera, el maravilloso mes de abril en Sevilla y las ferias taurinas. Las grandiosas corridas de toros.

 


VI.- El torero triunfador.


Morell estaba limpiándose las gafas y encendía otra vela. Utilizó la llama para encenderse un cigarro. Ofreció uno a Luis, que se lo aceptó. Mientras daban profundas caladas, Morell se sentía sumamente excitado pensando en el desenlace final. Como buen periodista que escribía historias apasionantes, cada vez que Luis adelantaba su relato, más sentía ese nerviosismo, esa excitación. Tenía que recomponer la historia, pero era realmente tan sencilla en su planteamiento que lo que realmente deseaba era escuchar a ese hombre para forjar la personalidad de alguien que amó con toda su alma y que continuaba amando incuso esperando lo peor.

Morell llegó a pensar que Luis no se había quitado la vida porque deseaba seguir viviendo para poder seguir recordándola. El francés sentía lástima y admiración por ese hombre y también, en el fondo de su corazón, envidia, porque Luis había conocido la pasión más desbordante, brutal y sublime que un ser humano es capaz de sentir por otro.

Luis continuó con su relato.

-Después de recuperarme, Candela vino y me dijo que Sevilla se preparaba para las ferias taurinas que todas las primaveras ofrecía el Ayuntamiento al pueblo sevillano. Ella iba a asistir y eso significaba que se marchaba. Yo no quería volver a Sevilla. Me encontraba bien donde estaba, pero eso a ella no le importaba. Mientras estaba conmigo, una noche me contó que había un torero que era la estrella de los carteles taurinos. Se llamaba Juan Cortés y era el mejor torero que había en Sevilla en toda Andalucía. Ella quería conocerlo. Yo ya podía mantenerme en pie, pero aunque quisiera acompañarla no me lo aconsejaban  porque aún no estaba completamente curado. Comencé a pensar en el torero y me obsesioné con los celos que sentía.

-¿Vas a irte a ver a ese torero? —le pregunté con un hilo de voz.

-Sí. Voy a ir con mis amigas a Sevilla a la feria. Ya estás mejor. Quédate aquí hasta que te recuperes del todo. Pascual se ocupará de ti.

-¿Y tú qué? -Candela me miró mientras se arreglaba el pelo.

-¿Yo? Yo haré lo que quiera, Luis, tanto si te gusta como si no. Iré y me divertiré. Los toros me gustan mucho y quiero ver cómo torea Juan Cortés.

-No puedes irte ahora, Candela. Estás conmigo y te necesito.

-No tengo por qué quedarme contigo, Luis. Te he cuidado hasta que tu herida se ha curado. No me pidas más. Las cosas son así entre nosotros. No intentes retenerme. No soporto que ningún hombre lo haga. Ni tú ni nadie.

Yo la miraba con los ojos abiertos. Candela iba a marcharse a Sevilla y estaba de por medio ese torero triunfador por el que ella sentía una curiosidad que me enfurecía. Estaba celoso. Me acerqué a ella y la rodee con mis brazos. En un tono de súplica le dije:

-¡No te vayas, Candela, quédate conmigo! ¡Olvida Sevilla, la feria, a ese hombre! ¡Quedémonos los dos aquí juntos, en este lugar! ¡Volvamos a amarnos como antes!

 Ella se apartó de mí y me miró. Estaba seria y parecía enojada.

-Luis, no has entendido nada. Yo me dejo llevar por lo que quiero. Tomo las cosas como me vienen y no pienso en lo que pasará después. Ahora quiero volver a Sevilla, después vendré aquí, o no.

Yo fui hacia ella, volví a abrazarla, la besé en los labios, acaricié su ensortijado cabello, tomé con mis manos su cara y la miré a los ojos.

-Entonces iré contigo. No voy a dejar que vayas sola, Candela, ¿me oyes? No voy a dejar que te separes de mí y, aunque aborrezco las corridas de toros, estaré contigo.

-Haz lo que te plazca, Luis, pero te advierto que yo lo haré también.

Besé su boca, acaricié sus labios, la abracé. Ella rodeo mi cuello con los brazos quise retenerla. Deseaba estar con ella, pero sentí que se me escapaba.

-¡Ah, Luis, tu amor me asfixia!

Yo no sabía si reír o abofetearla.

-¡Y a mí tu amor me intoxica!

Hicimos el amor. Me quedé profundamente dormido. Aún me dolía la herida y estaba muy cansado. Cuando desperté, Candela ya no estaba. Cuando supe que había marchado a Sevilla esa misma madrugada, creí que estallaba.  Me lo dijo Morales, el ventero. Le pregunté que si había dejado alguna nota para mí. Morales dijo que no. Era un hombre bajo, delgado, con el pelo blanco. Entonces apareció un muchacho muy joven que traía una carta de parte del capitán Valcárcel. El chico se llamaba Jacinto y la carta decía que había venido a visitarme Soledad y que me esperaba.

Algún tiempo después supe por el ventero que Candela y Juan Cortés se habían conocido y que el torero se había enamorado de ella. Candela estaba con él y al parecer se lo estaba pasando estupendamente.

No podía dejar de pensar en ella. Me sentía traicionado, despreciado. Pero para mí eso no era lo peor, lo peor era saber que yo no significaba nada para ella, que en realidad nunca había significado nada como la mayoría de los hombres que había conocido y que se habían convertido en sus amantes.

Al igual que las palabras que pronunció "El Negro" antes de que lo matara diciéndome que era digno de lástima, yo también sentí lo mismo por Juan Cortés. Candela estaría con él. Se entregaría a él  y después lo abandonaría.

Había unos cartelitos anunciando las corridas. La primera figura, claro está, era el tal Juan Cortés, un tipo delgado muy moreno, guapo. Era el torero triunfador y era el favorito de la terna. Morales me dijo que estaba teniendo mucho éxito tanto con los toros como con las mujeres, y yo miré sus rasgos sobre el papel. El corazón me dio un vuelco. Ella podría estar con él. Mi mente comenzó a llenarse de imágenes indeseadas.

En definitiva, se trataba de un nuevo reto para Candela como yo había sido. Se propuso conquistarme, lo consiguió y, una vez sabedora de mi total entrega, se disponía a una nueva conquista que sería el torero famoso y valiente. Después lo abandonaría y buscaría a otro. Pero a mí no iba a abandonarme. Hasta ahora le había salido bien la jugada, pero conmigo no lo iba a tener tan fácil. Total, me dije a mí mismo, ya no tengo nada que perder, pero de mi amor tú no vas a reírte más. Mientras estaba con esos pensamientos, encontré a Soledad.




VI- Soledad

Jacinto, el muchacho enviado por Valcárcel, la trajo hasta la venta y Morales, comprendiendo que no era un lugar respetable para una muchacha decente, delicadamente la llevó a "La Corona", una casita blanca que pertenecía a la familia de Pascual. El hombre se había mostrado comprensivo y amable. Allí quedamos citados.

Soledad apareció ante mí totalmente transformada en una hermosa mujer de pelo castaño y hermosos ojos pardos. Había cambiado, pero su rostro aniñado conservaba los rasgos delicados de la juventud con esa mezcla de dulzura, de permanente anhelo y melancolía. La encontré muy bella y muy triste. Sus ojos relucieron cuando me vio y mi corazón se alegró.

-Soledad, ¿qué haces aquí?

Ella se acercó hacia mí y me abrazó.

-Luis, he venido a verte. Llegué a Sevilla hace unos días y supe que estabas aquí por el capitán Valcárcel. Entonces le pedí que por favor me llevara hasta ti. El muchacho me trajo y el señor Morales decidió que te viera en este lugar. Tengo que hablarte de tu madre.

-¿Mi madre? -pregunté sintiendo que el corazón se me salía de la boca.

-Sí, Luis. Está muy enferma y me ha dado esta carta para que te la entregue personalmente.

Yo la besé en la frente y acaricié las mejillas.

-¡Oh, Dios mío!

Entonces comencé a leer la carta. Las lágrimas se me agolpaban en los ojos. Me aparté de Soledad y leí.

Mi madre me decía que no se encontraba bien y que tal vez sería la última vez que me escribía. Me decía que si no me veía, que hiciera a Soledad mi esposa, que ella siempre lo había deseado así. Se encontraba con una cuñada que cuidaba de ella y no necesitaba nada, tan solo verme y escuchar mi voz, saber que estaba bien y que sabiendo que tenía a Soledad a mi lado, ella podría abandonar este mundo tranquila. Yo lloraba con desesperación. Un torrente de lágrimas cubría mi rostro. Estaba algo avergonzado porque Soledad me viera llorar como un niño pequeño al que separan de su madre. No quería que me viera en ese estado e intenté con todas mis fuerzas contener esa intensa emoción que me trastornaba.

 

Luis sintió esa congoja de nuevo y se llevó la mano al corazón. Acarició la cruz que llevaba colgada y volvió a besarla. Repitió el mismo gesto que antes había hecho. Morell  sintió que sus ojos se humedecían.

La emoción era fuerte. De alguna manera tenía que arrojar esa emoción y la compartía con otro hombre, con un desconocido, a fin de cuentas. Aunque para Luis ya no lo era tanto. Después de haberle contado su vida con Candela, todo lo que sentía por ella y ahora la historia de Soledad y de su madre, Luis consideraba que el francés era algo más que un desconocido periodista.


-Soledad se acercó a mí, me acarició las mejillas. También lloraba pero mantenía la serenidad. En sus ojos había calma. Siempre que la miraba  encontraba esa paz que yo había necesitado pero que me había negado a reconocer al ver a Soledad como una hermana y no como una mujer, la mujer en la que se había convertido. Estábamos en un reservado de la casa y ella me abrazó. No había nadie alrededor, tan sólo un perro flaco que jugaba con un trozo de palo de madera.

-Soledad, debes irte de aquí. Dile a mi madre que estoy bien y que iré a verla inmediatamente, en cuanto solucione algo muy importante que debo hacer.

Soledad me tomó de las manos y las apretó entre las suyas. Sus manos, esas manitas suaves como las de una niña. Entonces sentí un estremecimiento. Por un momento deseé que esas manos me acariciaran y que no dejaran de hacerlo.

-Morales se encargará de todo, puedes confiar en él. Te doy mi palabra.

Soledad  negó con la cabeza.

-¿Pero por qué no vuelves conmigo? ¿Qué te ha ocurrido, Luis? ¿Qué es eso tan importante que tienes que hacer ahora? ¿Es acaso más importante que tu madre?

-Soledad, son muchas preguntas al mismo tiempo. Confía en mí. Te lo ruego.

Ella calló y yo no pude evitar mirarla de arriba abajo.

-Has cambiado.  Estás muy bonita. Aún te recuerdo despidiéndote de mí junto a mi madre sujetándote por la cintura. Estás hermosa y los hombres no te dejarán ni a sol ni a sombra.

Soledad pareció sonreír halagada por mis palabras.

-Luis, tenía que volver a verte. No he dejado de pensar en ti ni un solo día desde que te marchaste de casa. El color de tus ojos sigue siendo inmensamente azul. Estás cambiado. Te siento extraño, lejano, como si realmente no estuvieras ahora conmigo. Supe que habías tenido problemas y me temí lo peor. Me dijeron que habías salido herido en una pelea y pedí a Dios y a la Virgen para que te curases, para que te protegieran. Luis, ven conmigo, estaremos con tu madre hasta que el Señor tenga a bien llevársela a su lado, pero estaremos juntos.

Yo sentí una infinita ternura hacia ella. Tomé su rostro entre mis manos y besé sus mejillas. Entonces, ella se apretó a mí y rodeó mi cuello con sus brazos, me atrajo hacia su boca y me besó. Sentí cómo temblaba su cuerpo.

Yo la estreché con fuerza, la hubiera amado. Pero mientras contemplaba sus ojos después de responder a su beso, vi ante mí los ojos negros de Candela y la aparté de mí. Lo hice despacio, no quería que Soledad sintiera brusquedad en mi gesto.

-Luis, sabes lo mucho que te he querido y te quiero. No me importa decírtelo porque debía hacerlo. Siempre te he amado,  ¡siempre!, desde que era una chiquilla. El sueño de mi vida ha sido que tú dejaras de mirarme como a una hermanita pequeña. ¡Ahora soy una mujer y una mujer que tiene el coraje de decirte que te ama y que está dispuesta a lo que sea con tal de tenerte, con tal de hacerte feliz!


-Confieso, señor Morell, que esa declaración me dejó extasiado. ¡Nunca creí que una mujer pudiera entregar el corazón de esa manera frente a un hombre! Y Soledad plantada ante mí lo había hecho.

-¿Qué fue lo que ocurrió después con la joven, monsieur don Luis?- preguntó Morell, en un tembloroso tono de voz.

-La miré y acaricié su barbilla. Entonces le dije: “Escucha, Soledad, tú eres una bendición del cielo para cualquier hombre que sepa apreciar esas virtudes que posees. Yo te amaría inmensamente, pero no puedo hacerlo porque amo a otra mujer, una mujer muy distinta a ti. Todo cuanto estoy pasando es por ella y a causa de ella. Pero no lo digo en tono de queja o de reproche, porque no me arrepiento de nada de cuanto ha sucedido. Voy a por ella. Voy a buscarla para pedirle que vuelva conmigo.”

Soledad se retorcía las manos. Estaba llorando. Sus sollozos inundaron mi alma, sus lamentos hicieron que me sintiera el hombre más miserable de la tierra. De ninguna manera la hubiese herido con mis palabras o con mis actos, pero estaba determinado a hacerla marchar y que comprendiera que nunca la amaría como amaba a Candela. Para mí ya no existía otra clase de amor.

-Debes marcharte ahora, Soledad. Dile a mi madre que estoy bien y que iré a verla. Si me amas, haz lo que te pido. Quédate con ella. No le cuentes nada.

Soledad se abrazó a mí y yo sentía los latidos de su corazón que casi golpeaban mi pecho.

-No llores, Soledad. Estaré bien. ¡Ojalá que todo fuera distinto! Pero tengo que hacer lo que tengo que hacer. Pero ¡te juro por Dios que si no estuviera tan loco por esa mujer, no dudaría en ir contigo!


Los ojos azules de Luis Goicoechea volvieron a encontrarse con los vivaces ojos marrones del francés, pero este no dijo nada, sino que se limitó a seguir escribiendo en sus hojas desparramadas sobre la mesa.

Quedaba muy poco para el amanecer. Las clavelinas esparcían su olor, sus últimos olores antes de la llegada del otoño. El verano, que estaba a punto de finalizar, aún ofrecía esa visión del cielo cubierto por negras nubes que perduraban como intentando ocultar la tragedia que estaba viviendo un hombre y de la que estaba siendo testigo otro.

Después Luis contó a Morell que Soledad se marchó y él se quedó con el corazón destrozado. Al cabo de unas semanas, Luis recibió la fatídica noticia del fallecimiento de su madre.


VII.- Candela y Luis.


En la plaza de toros de Sevilla, conocida como la Real Maestranza, un viernes a las cinco de la tarde de un soleado mes de abril, Juan Cortés toreaba. Todos iban engalanados para presenciar la corrida del famoso torero.

Luis revivió el fatal encuentro, pero antes de comenzar a hablar pidió más vino. El carcelero lo trajo. Antonio no había sido un carcelero duro y estaba conmocionado por lo que escuchaba. Medio escondido en la oscuridad de un recodo, apenas podía respirar.

A Luis no le importaba. Sabía que Antonio estaba allí, junto a él y el periodista;  después de todo, estaban compartiendo con él su espera, esa espera que decidiría la vida o la muerte del condenado. Luis pensaba que no quería vivir, por eso el que le hubieran condenado a muerte; en el fondo, era toda una liberación porque él no podría vivir encadenado, privado de libertad. En ese aspecto se parecía a Candelita. Luis prosiguió.


-La corrida iba a comenzar. Fui hasta Sevilla. Mi herida estaba ya curada. Morales intentó impedírmelo haciéndome entrar en razón. Tuvo la determinación de avisar a Valcárcel para intentar que no fuera a buscarla, pero todo fue inútil. Tanto Valcárcel como Morales sabían que mi encuentro con Candela era inevitable. Llegué frente a la plaza de toros y busqué con los ojos a Candela. Apenas había gente. La corrida había empezado.

Se escuchaban claramente los gritos de la gente desde la plaza, las exclamaciones, los aplausos, la música. Hacía calor. Vi a Rosarito y ella me miró. Su expresión era de susto, como si hubiese visto un fantasma.

Entonces salió Candela, que le dijo a Rosarito que entrara a la plaza. Esta parecía resistirse, pero Candela hizo un gesto enérgico, casi violento, y Rosarito despareció. Era evidente que no se fiaba, pero Candela fue determinante. Entonces vi cómo se dirigía hacia mí.

-He venido a buscarte, Candela.

Ella no habló. Me miró desafiante, como siempre había hecho. Estaba especialmente hermosa con su cabellera negra, rizada sus pendientes de oro colgando de sus pequeñas orejas. Su vestido era rojo y negro con volantes. Llevaba sobre los hombros un espléndido mantón de manila negro  bordado con flores azules, rosas, malvas, rojas, y en el cuello, la cadena con la cruz de oro que yo le había regalado. En su pelo había una azucena blanca, pero en su escote se sostenía una pequeña clavelina del color de la sangre.

-No voy a volver contigo, Luis. Ya nunca más —dijo simplemente. Su voz era tranquila y poderosa.

Yo me acerqué a ella.

-He venido a por ti. Mi madre murió hace unos días. Lo he dejado todo por ti y no pienso irme sin ti.

-Yo no quiero irme contigo. Siento lo de tu madre, pero ahora no voy a ninguna parte y menos contigo.

Yo sonreí. Creía que tenía todo el tiempo para convencerla de que volviera conmigo.

-Candela, podemos hacerlo, podemos irnos de Sevilla, de estos lugares. Comenzaremos otra vida tú y yo. Yo no puedo estar separado de ti por más tiempo.

Le acaricié el pelo. Mi cuerpo se estremeció como la primera vez que la vi. Estaba tan hermosa, con esa voluptuosidad endiablada que me había arrebatado el alma, que no pude resistirlo y la tomé en mis brazos. Ella no se movió. Me miró y vi que unos puntitos dorados se escondían en sus negros ojos que relucían como el sol de aquella tarde. Mientras nos mirábamos, los chillidos y aplausos del público en la plaza se hacían más intensos.

-Tengo que volver, Luis. Juan Cortés va a torear y quiero verlo.

Cuando escuché el nombre del torero sentí unos celos que abrasaron mi vientre.

-¿Juan Cortés? ¿Has estado con él?

Ella, que siempre había sido fieramente sincera, me miró con arrogancia y me contestó:

-Sí, así es. Ahora estoy con él.

-¿Te has entregado a ese tipo? ¡Ja,ja,ja! Ahora estás con un torero. ¡Vaya, Candelita!, estás recorriendo toda la escala de los oficios: un contrabandista, un soldado, un torero y ¡a saber Dios cuantos otros más antes!

Ella permaneció quieta. No rió, pero yo sí reía. Mi risa era de celos, rabia, desesperación, despecho.

-¿Alguna vez me has amado, Candela? -Ella no contestó. Le sacudí los hombros. Ella seguía sin hablarme—: ¡Vamos, maldita sea, contéstame ya!

-Vete, Luis, vete y déjame tranquila. Tengo que irme.

-No. Tú no te vas a ninguna parte porque he venido a por ti y aunque no quieras, te arrastraré por el pelo, ¡pero te vienes conmigo!

-Nunca he sido tuya,  Luis, ni tuya ni de nadie. He amado a otros hombres pero nunca les he pertenecido. Tú nunca me comprendiste. Ninguno de los hombres que he tenido lo ha hecho. Candela es libre de estar con quien le plazca. Candela es libre de tomar de la vida lo que le venga en gana. Candela es libre. ¡Y libre morirá!

Yo estaba atónito. No podía creer que ella estaba allí enfrente, desafiándome de nuevo con su mirada, con sus gestos, con sus ojos con todo su cuerpo.

-Candela, ¡por favor!, no me obligues a llevarte por la fuerza. ¿Es que no recuerdas cuando estábamos juntos y nos amábamos con tanta fuerza, con tanta intensidad? ¿Es que eso no ha quedado dentro de tu corazón? ¿Es que eso no se ha quedado grabado a fuego en tu alma como lo está en la mía?

Yo la tenía abrazada por detrás. No podía contemplar sus ojos, pero sabía que tenían una expresión triste y melancólica. Candela se volvió hacia mí y comprobé que en esos ojos maravillosos había una lágrima. Esos ojos se cerraron y ella negó violentamente con la cabeza. Se apartó bruscamente de mí y me gritó:

- ¡No, no, no! Vete, Luis, vete y olvida todo lo que vivimos. Olvida que me has querido así. No voy a ir contigo. ¡No vas a obligarme porque de la única manera que puedes hacerlo es llevándome muerta!

Entonces yo, instintivamente, eché mano de la navaja que "El Despistado" me había entregado cuando luché contra su jefe. La llevaba oculta detrás del pantalón. No sé si ella se dio cuenta.

Candela avanzó hacia la entrada principal de la plaza. Yo fui corriendo hacia ella y la agarré por el brazo. Ella se giró y entonces arrojó hacia mi cara la cadena. Yo sentí el contacto y vi cómo caía al suelo esa cadena que le había regalado con todo mi amor y que había colocado en su precioso cuello, esa cadena que mi pobre madre me entregara un día cuando me iba de su lado. Sentí un odio inmenso mezclado con deseo y rabia.

-¡Candela, por última vez, ven conmigo! ¡Si no vienes, no volverás a irte con nadie más porque te mato con mis propias manos!

Candela se llevó la mano al corazón. Entonces comenzó a reírse como una loca y me gritó:

-No voy contigo. Ahora estoy con otro y mañana le dejaré como te he dejado a ti y encontraré otro más. ¿Qué importa? Candela nunca pertenecerá a un hombre.  Candela siempre será libre incluso para morir. ¡Candela vive libre y libre morirá! ¡Ja, ja, ja!

Yo estaba fuera de mí. Mi furia era incontenible. Entonces saqué la navaja y la abrí. Ella observó el reflejo del sol en el filo del arma, pude ver como sus pechos se agitaban, pero no se movió, continuaba desafiándome y riéndose de mí. Fui velozmente hacia ella y le chillé en tono desesperado y casi entre sollozos:

-¡Por última vez, ven conmigo ahora o te mato aquí mismo!

Ella hundió sus ojos negros, en los míos. Entonces lo comprendí todo. No me desafiaba a mí, desafiaba al destino, desafiaba a la muerte. Me gritó:

- ¡Jamás, ¿me oyes?, jamás iré contigo! ¡Haz lo que tengas que hacer!

Mi mano sostuvo la navaja y, tomándola de la cintura con un movimiento rápido, hundí el filo en su vientre. Candela cerró los ojos y volvió a abrirlos. Mientras se escurría entre mis brazos, sentí cómo su aliento se apagaba y su boca dejaba salir un quejido de dolor que atravesó mi alma, y cómo su sangre mojaba mis manos y manchaba mi ropa. Allí tendida en el suelo la contemplé. La alcé contra mi pecho y acaricié sus labios. Los besé con pasión. Acaricié su rostro y besé sus cabellos. Sus ojos estaban cerrados. Vi cómo la sangre salía de su herida. Entonces sosteniendo entre mis dedos esa flor que llevaba en el escote, dije llorando con desesperación:

-Candela, ¿por qué me has obligado a hacer esto? ¡Candela, mi amor, mi vida! ¡Candela, mi adorado amor! ¡Nunca dejaré de amarte, nunca! ¡Candela, mi adorada!

 

Luis Goicoechea estaba sudando. Su mirada desorbitada parecía la de un loco que tuviera unas incontenibles fiebres y estuviera al borde de la enajenación más absoluta.

Esas últimas palabras fueron anotadas por Basile Morell.

La conmoción había sido tremenda. La tensión emocional que se respiraba, hacía que el aire se paralizara, que no permitiera entrar en los pulmones. Luis estaba de rodillas reviviendo la tremenda escena y sus ojos estaban regados en lágrimas. Se había arrancado la cadena y la apretaba con fuerza en su mano.

 

VIII.- El final.


Ya había amanecido. El sueño no había conseguido vencer las voluntades de los hombres que presenciaban esa terrible escena. Morell se acercó a Luis y lo abrazó con ternura. Antonio tenía el corazón encogido.

-Vamos, vamos, don Luis, ahora descanse y sosiegue su espíritu.  Vraivement, c´est terrible! C´est la passion absolutement! ¡Ah le romanticisme elevée au infinite!

Después, cuando Luis se calmó, terminó de contar a Morell cómo lo arrestaron y lo llevaron a la prisión.

Unas horas más tarde, Luis fue llamado al despacho del gobernador de la prisión, el señor don Pedro de Santamaría, un hombre alto, delgado, distinguido. Morell esperaba en el pasillo.

Luis recibió la fatídica noticia: sería ejecutado al amanecer. Un pelotón de fusilamiento se haría cargo de ejecutar la sentencia. Las últimas horas de Luis las pasó acompañado de Morell. Este insistió en presenciar la ejecución y recibió permiso del gobernador.

-Señor francés, quiero que se quede con esta cadena después de mi muerte, y júreme que se la entregará a Soledad.

-Lo juro, monsieur, por mi honor.

Luis le sonrió y le dio una palmadita cariñosa en el hombro. Morell le apretó la mano. Luis lo miró con cierta socarronería.

—Francés, ¿crees que tu historia se venderá bien en tu país? ¿Crees que eso me hará famoso?

Morell asintió y las lágrimas comenzaron a aparecer en sus ojos empañando sus gafas. Un cura hizo acto de presencia. Era un hombre de mediana edad que llevaba un librito negro en las manos, el Nuevo Testamento. Luis se fue con el cura a un lado del patio.

 -¿Deseas confesarte, hijo mío?

-Sí, padre. Quiero decirle algo a Dios.

El cura tragó saliva. Luis, con los ojos enrojecidos por la emoción, habló:

—He matado a una mujer por amor. No estoy arrepentido de haber vivido tan intensamente ese amor, padre. Creo que Dios lo comprenderá, pero quiero pedir perdón por haberle quitado la vida y por haber abandonado a mi madre. Aunque de todas maneras tengo que agradecerle, si Él está al otro lado de la vida, el haberla conocido porque ha sido todo tan intenso que después de haberla vivido como yo lo he hecho,  no merece la pena seguir en este mundo sin la mujer que me ha hecho sentir todo el fuego y la pasión de la vida, todo el fuego y la pasión del amor.

El sacerdote estaba callado escuchando las palabras de Luis. Su mano apretó con firmeza la mano del condenado en un signo de ánimo.
Luego abrió sus labios y dijo:

—Hijo mío, Dios te ha escuchado y no te abandonará. Has pronunciado palabras de arrepentimiento y sé que en el fondo de tu corazón estás arrepentido porque has quitado la vida a un ser humano.  Comprendo todo por lo que has pasado pero ahora debes encomendarte al Señor. Él te tenderá su mano. Eres un hombre con una entereza extraordinaria y ahora tengo que preguntarte ¿cuál es tu última voluntad?

Luis miró al cura con simpatía. Una sonrisa afloró en sus labios.

-No deseo nada,  sólo terminar de una vez. Todo lo que tenía que hacer ya lo he hecho. Basile Morell se encargará de mi última voluntad. Gracias, padre. Estas palabras me han hecho mucho bien. Pero tengo mucho miedo, miedo a la muerte, miedo a no saber lo que me encontraré cuando cierre los ojos para siempre.

El sacerdote no supo qué decir.

Los azules ojos de Luis se posaron en las flores del patio. Entonces escuchó el ruido de unos pasos. Eran los soldados que formaban el pelotón de fusilamiento comandados por un capitán.

Morell se adelantó a Luis.

-Monsieur don Luis, me he tomado la libertad de avisar al capitán Valcárcel, desea verle antes de...  —No pudo terminar la frase, un nudo en la garganta se lo impedía. Su corazón latía con mucha violencia.

Valcárcel apareció y se abrazó a Luis:

-¡Cuánto lo siento, amigo mío, cuanto lo siento!

Luis lo miró y le sonrió:

 -Al menos, no estaré totalmente solo.

Luis contempló al sacerdote a Morell y a Valcárcel. Luego se dirigió a Antonio y le dijo:

-Antonio, amigo, quédate con todas mis pertenencias.

Antonio sollozó y se restregó una lágrima. Había intimado un poco con el prisionero y comprendía que un hombre de los pies a la cabeza iba a morir. Antonio pensaría: “¿Y que esto le suceda a un hombre como él por una perra de mujer?”

Después Luis abrazó a Morell y el sacerdote le recitó unas palabras de los Evangelios en voz muy baja. Lo bendijo y el gobernador dictó la sentencia. Junto a don Pedro de Santamaría había otro hombre vestido de negro con un maletín de igual color que sostenía en sus brazos. Era el médico que debía certificar la muerte de Luis.

El pelotón ya estaba formado. El gobernador, el médico y el capitán acompañaron al condenado hasta el lugar de la ejecución, una pared muy blanca, casi recién encalada, que muy pronto se mancharía con la sangre de Luis. Frente a esa pared los tiestos con las clavelinas.

Entonces Luis le pidió al gobernador que si podía arrancar una. Don Pedro asintió. Luis se dirigió hacia donde estaban las macetas y, con dedos temblorosos, arrancó una pequeña flor roja y se la guardó en su mano. Después lo situaron frente a los soldados.

El capitán desenvainó el sable. El tambor sonó. Unos cuantos redobles bastaban. Un soldado hizo el gesto de vendar a Luis los ojos. Este rehusó tirando la cinta negra al suelo. El capitán miró al condenado con admiración: era un hombre que se enfrentaba a la muerte cara a cara.

-¡Atención! ¡Carguen armas…! ¡Apunten...!

Luis besó la cruz y se llevó la clavelina a los labios. Cerró los ojos y susurró:

-Candela…

-¡Fuego!

Una polvareda de humo inundó el patio. Se escuchó el fragor de los disparos.

Luis cayó al suelo cubierto de sangre. Se hizo un silencio sobrenatural.

Morell se llevó la mano al corazón y lloró. Valcárcel negaba con la cabeza. Antonio apretó con furia su navaja. El capitán con el sable desenvainado esperó al dictamen del médico.

Luis no necesitaba el tiro de gracia. Un disparo le había destrozado el corazón. En su mano derecha, la pequeña flor roja se mezclaba con su sangre. Aún la llevaba sujeta entre los dedos. En sus ojos había un color azul transparente y en sus labios una expresión calmada y tranquila. Su boca estaba entreabierta. No había sufrido. Había muerto en el acto.

Morell recogió de manos del médico la cadena y volvió a contemplar el rostro y el cuerpo de Luis. Sus ojos se dirigieron a la pequeña flor roja que se empapaba con su sangre.

El color de la flor y el color de la sangre se confundieron.


25 junio 2oo2.

F y H

Siobah de Crowe.