UN DESGARBADO Y ADOLESCENTE
Russell Crowe está en el suelo de su cuarto en la casa de sus padres en New Lynn, doblando panfletos y cerrando sobres. Todavía estamos dando los primeros pasos, piensa el chico de quince años. Ha hecho unos veinte panfletos para los miembros que se materializarán cualquier día, tan pronto como su banda Russ Le Roq y los Románticos se empiecen a escuchar por la radio y se les dé a conocer. Russell es el visionario detrás de la recién formada banda de instituto y no tiene duda de que con un poco de pulimento (que consistirá parte en mejorar las habilidades instrumentales y compositoras de los chicos y parte en cultivar una cierta presencia de estrellas), el grupo despegará. Muchos años después, Crowe descubrirá el estilo musical de su banda ya adulta, Thirty Odd Foot of Grunts, (TOFOG por sus iniciales), como folk en su mayor parte y citará a Billy Bragg y Tom Waits como influencias. Ahora, su estilo es más punk adolescente que otra cosa y las posibilidades del género parecen infinitas.
Hace alrededor de un año y medio desde que Russell sufrió la experiencia que le pondría sobre aviso del hecho de que estaba destinado a ser músico. Estaba pasando una tarde en el pub de su familia y ocurrió que esa noche, la más larga de su vida (o así le pareció al chico de catorce años) Tom Sharplin estaba en el programa de actuaciones. Fue el primer encuentro cercano con lo que mucha de la gente de mediana edad y vaqueros negros, llamaría “el espíritu del rock and roll”. El chico estaba cautivado, desesperado por aprender a tocar la guitarra; un ídolo había nacido en Sharplin y una disciplina en Crowe. Empezó una amistad con Sharplin que duraría incluso cuando Crowe fue catapultado a celebridad mundial, sobrepasando con creces tanto la fama y la fortuna del que una vez fue su mentor. (Sharplin tendrá más tarde una conversación con Crowe que parece encapsular el cambio radical en la influencia de Crowe como actor. Corchan Silcock, miembro de Russ Le Roq y los Románticos les cuenta a Edmund Davey y Jo Max una visita de Sharplin a su tienda de música: “Tom Sharplin vino el otro día y mencionó que Russell había dicho que le gustaría un tono a lo Santana en una canción. Al parecer, Tom dijo “¿Quieres a alguien que toque como Santana?”, Russell respondió, “No, conseguiremos a Carlos Santana”. Lo dijo en serio. Ahora tiene el poder y los contratos, me da que puede hacer lo que siempre ha soñado”.)
Pero todo eso está por llegar. De momento, Crowe está en su habitación creando un buzón para un club de fans que no existen. No hay que decir que el Club de Fans de Russ Le Roq es una presunción que sólo un adolescente ego masculino del tipo más fuerte se puede imaginar. Pero incluso ahora, -con espinillas, cambiando la voz, brazos larguiruchos y todo eso- Crowe entiende que buena parte del éxito de un artista depende de su propia percepción como tal. En un esfuerzo por proyectar un aura de estrella de rock (del tipo más petulante y desagradable) a Crowe y sus compañeros de banda se les ha conocido por ir a las actuaciones de otros grupos de su instituto, sentarse en la primera fila y darles la espalda durante la duración del concierto. Al final, esa actitud se volverá contra ellos cuando consigan una actuación en el auditorio de su instituto y se encuentren tocando delante de tres filas enteras (llenas de estudiantes resentidos, devolviendo los insultos que Crowe y sus engreídos compañeros les dedicaron a ellos y a sus amigos) que les están dando la espalda.
Ya adulto, (y como el líder de TOFOG), Crowe desarrollará más humildad, por lo menos sobre su identidad como músico. Le dirá a Garth Pearce, “soy un virtuoso en mi trabajo, en el hecho de que no hay un actor con el que tenga que hacer una escena y no esté absolutamente seguro de que, lo que sea que mi personaje requiera, puedo hacerlo. Si hubiera sido así con mi música, nunca me habría dedicado a actuar. Pero soy un guitarrista mediocre y tengo una voz así, así. Si me sentara con Eric Clapton, tocara la guitarra y consiguiera que me hiciera un guiño, sería perfecto. Sé que esto no va a ocurrir porque el talento no está ahí.” El hombre sabio sabe que incluso encontrándose pegando sellos para mandar panfletos a los todavía inexistentes miembros de su club d fans, puede ser un buen momento par arrodillarse a rezar, dando gracias a la deidad pertinente por darle otro día de trabajo. Y si ese día llega a terminar proporcionándole un premio de la Academia y contratos de veinte millones de dólares, el hombre sabio no se queja.
ALEX CROWE ESTÁ HACIENDO CHAPUZAS EN EL FREGADERO; ha sido muy molesto durante un tiempo, goteando sin cesar. Más recientemente ha empezado a salpicar agua en todas direcciones cada vez que alguien abre el grifo de la caliente. Alex no sabe exactamente cómo fijarlo pero de todas formas está haciendo pruebas. Debería haberse puesto antes a ello pero de alguna manera, no teniendo un trabajo es como estar más ocupado o fuese más duro que cuando lo tienes. Un día que parece enteramente vacío al principio –un día perfecto, digamos, para arreglar el fregadero- desaparece, se reduce a una secuencia de hechos y tareas triviales, antes de que se llegue a dar cuenta. Es horrible cuando piensas en ello, algo que él está intentando no hacer. En vez de eso, ha decidido arreglar el grifo.
Jocelyn está fuera de compras, Terry acaba de marcharse para encontrarse con ese chica delgadita con la que ha estado saliendo por ahí últimamente y Russell está delante del frigorífico, con la puerta abierta, con una aburrida mirada en la cara –lleva así cuatro o cinco minutos. “Russ, ¿por qué no te metes dentro, cierras la puerta y echas un vistazo alrededor. Será más barato”. Russell saca la leche y cierra la puerta, murmurando algo por lo bajo –nada insolente, sólo haciendo un ruido para recordarle a todas las figuras paternales del mundo, y por tanto con autoridad, que tiene 18 años y que en estos días no está para aguantar puyas paternas sin rechistar.
A decir verdad, ha estado entreteniéndose en la cocina adrede. Él y su padre son los únicos que están en la casa y parece un momento tan bueno como cualquier otro para iniciar La Charla, en la que ha estado pensando durante un rato. La clave en esta discusión parecerá un poco idiota. Parecerá algo así como un joven rebelde, lleno de estupidez y acritud, dispuesto a desperdiciar su futuro a pesar de los consejos de los mayores. El hacerse pasar por el típico chico engreído e imbécil que pasa de todo es el mejor modo de evitar hacerle daño al orgullo de su padre.
Los hechos del caso son éstos: 1) Russell ha planeado, desde el principio, ir a la universidad y estudiar historia. Es la asignatura que más le interesa en el instituto y sus amigos también van a ir, y en definitiva, parece haber sido el mejor plan durante algunos años; 2) Alex Crowe ha estado sin trabajo durante casi un año y no hay dinero para mandar a Russell a la universidad; 3) Russell se ha convencido a sí mismo de la imposibilidad del plan A y ha formulado uno alternativo. El truco es hacer que este plan suene como, bueno, como cualquier otro que no sea un plan B inducido por el desempleo.
“Papá, he estado pensando en el año que viene.”
Ahora Alex tiene la cabeza metida en el armario bajo el fregadero. Parece murmurar un gruñido en respuesta al comentario de Russell pero el sonido puede ser sólo el resultado de la incómoda posición en la que está.
“Y quiero...- bueno, mira, no sé exactamente cómo va a salir, pero la idea de ser un artista de algún tipo es algo que siento que necesito seguir. Que sea la música o actuar o lo que sea, ¿sabes?”
Alex saca la cabeza, se incorpora para mirar a su hijo. Lo hace durante largo tiempo. Tan largo que Russell ha abierto la boca para volver a contar su historia cuando habla por fin. “Esa no es una idea tan brillante, Russ. ¿Sabes cuántos camareros en Sydney...”. ¿… son actores sin trabajo? Venga, papá, ¿podrías decir algo nuevo? Sí, un montón de actores no trabajan, pero también hay un montón que sí lo hacen. Especialmente los buenos. Y yo soy bueno. Esos tíos que sirven ensaladas en Sydney...- bueno, además yo soy diferente, también voy a tener una banda. Soy polifacético, ¿verdad?”. Alex suspira y se apoya contra el armario al lado del que ha estado metiéndose.
“Escucha, Russ. No me voy a entrometer, hijo. Tú y Terry sois ya unos hombres, y Dios sabe que mi propio padre..., bueno, la mayoría de la gente no espera que sus hijos tengan la clase de trabajo que yo he tenido, con los pubs y el catering para los del cine y todo eso. Pero esa historia del espectáculo... es voluble. No puedes contar con ello todo el tiempo, Russ. Al menos ve a algún instituto técnico o algo – consigue algo más seguro a lo que puedas recurrir.”
Russell se ríe abiertamente. “Papá, estoy bastante seguro de que en algún momento de la vida, ¡diablos! -quizás una y otra vez, me caeré de boca. (De todas maneras, no me puedo poner más feo, ¿no?). Pero también estoy bastante seguro de que nunca me voy a caer de espaldas, ¿sabes lo que quiero decir?” Russell sonríe a su padre, sintiendo que ha conseguido un buen balance entre la terquedad y el deseo genuino de su aprobación.
Alex mira a su hijo con una expresión en la cara que es imposible de leer. “Guarda la leche”, le dice mientras se vuelve a meter bajo el fregadero.
SON LAS ONCE DE LA MAÑANA DE UN MARTES, y el disgusto crece en Russell Crowe como un tren de mercancías lleno de..., bueno, además de todas las cosas, de leche hirviendo. No lleva trabajando mucho tiempo en este café pero sí lo bastante para saber la clase de mierda que tiene que aguantar –y aguantar cosas no es el punto fuerte de este chico de 22 años. Está luchando estos días, trabajando de turnos en este sitio de moda lleno de turistas americanos y con toda la charla vacía que uno podría pedirle a un sitio como éste. También está tocando en las calles de Melbourne, con la guitarra y pensando en formar una banda. Cualquier cosa menos “crecer” del modo que ha visto hacer a otros –calzonazos en traje. Una pesadilla, piensa Crowe. De todas formas, no tiene nada de la excitación o el dolor surreal de una pesadilla. Es sólo banalidad con una buena carga de desesperación. Por el amor de Dios, Crowe se vestirá con medias de rejilla y cantará...-pero eso vendrá más tarde. Por ahora, está sirviendo té de Nepal y un café con doble de espuma –o lo que sea.
No está acostumbrado a este tipo de lugar. Años más tarde, le dirá a Alex Craig de HQ Magazine: “En Nueva Zelanda si pedías un café, era una cucharadita de Nescafé”. Aquí no hay ni una taza de café instantáneo a la vista. El silbido de la máquina, el ruido de la moledora y el parloteo sin fin de esos yuppies cuyos cafés cuestan más que el corte de pelo que lleva él son la muestra de este murmullo descafeinado de este lugar.
Una mujer con vaqueros desteñidos y mucha autosuficiencia (amigos, estamos en 1988) está sentada en una mesa al lado de la ventana. Crowe va hacia ella y prepara el bolígrafo, poniendo la mejor (y ésta en particular no es muy buena en absoluto) de sus caras de amable camarero. Ella mira el menú de la pizarra en la pared, duda con mal humor y finalmente pide dando un suspiro. Mientras Crowe oye las primeras cadencias de su acento del Medio Oeste, toma nota mentalmente: empezar a prestar atención a las diferencias regionales de los acentos de Estados Unidos. “Uhhh... creo que... que sea desnatado con extra de espuma.”
Crowe comienza a caminar despacio retirándose, asintiendo con la cabeza mientras se da la vuelta. Entonces, sobre su hombro, la voz de la mujer: “¡Oh! Y ¡Dios! Asegúrese de que es descafeinado”. Crowe, con la mayor diplomacia, sigue andando.
Después de un retraso sospechosamente corto, vuelve con una taza. Se la pone delante a la distraída turista y, por primera vez hoy, sonríe en serio. Ella lo mira, preguntándose por qué está todavía ahí parado. Intenta ignorarlo claramente mientras coge su descafeinado. Antes de que llegue a su boca, empieza, mira al camarero que no se ha movido y dice con previsible acritud, “Ummm, hola. Esto es sólo agua hirviendo...”
“Señora, cuando descafeinamos algo en Australia, no nos andamos con gilipolleces”.
Una hora más tarde, Crowe está siete edificios más lejos fumándose un cigarro en el banco de un parque. Sonríe con satisfacción mientras abre uno de los periódicos gratuitos de Melbourne para buscar en los anuncios de ofertas de empleos.
“Y ALLÁ VAMOS OTRA VEZ, SEÑORAS Y CABALLEROS”; Esta es una estupenda y excitante noche para todos aquí en la isla de Pakatoa, ¿preparados? O treinta y cuatro. El O treinta y cuatro. ¿Todo el mundo lo tiene? Vale. El B veintinueve. Parece que le va bastante bien, ¿no, señora Kinney? Vale. El N diecisiete. (Un ligero acoplamiento del sonido). El N diecisiete”. Russell Crowe, el más improbable cantador de bingo de verano de la historia de los bingos de verano, hace una pausa para echar un trago de algo fuerte en un vaso.
RUSSELL CROWE SE ESTÁ SUBIENDO las medias de rejilla cuando alguien, no está seguro de quién, lo llama desde el pasillo fuera del camerino compartido. “¡Date prisa, Russ!”. Interiormente, en el mismo tono animado, Crowe contesta, “ ¡Vale, no me jodas, tío!”. Ha estado representando el mismo papel en la misma pequeña producción teatral en la misma ciudad durante unos ocho meses hasta ahora. Se sabe las señales, y sabe cuánto tiempo le lleva vestirse. Es por esa razón que se complace en anunciar (al cautivado público de su cabeza) que al próximo que le diga alegremente que se dé prisa, le romperá los brazos y le golpeará la cabeza con los bordes mojados de todos esos accesorios que lleva puestos.
Crowe termina de pensar en eso mientras se pone pintalabios en un tono llamado “Hora para bailar”. Ese es uno de los muchos chistes y juegos que se ha buscado para mantenerse animado mientras actúa noche tras noche en ese mismo espectáculo en ese mismo teatro. Es repetitivo, pero tampoco es totalmente aislante, piensa mientras se coloca las pestañas postizas. El espectáculo siempre tiene más o menos la misma estructura cada noche, pero hay un montón de cambios, mucha participación del público, un montón de cosas que mantienen a los actores dispuestos y comprometidos. De otro modo, Crowe no estaría aquí. Después de todo, no es una representación antigua, ni siquiera es un antiguo musical. Es The Rocky Horror Picture Show, y es un auténtico placer presentarles al impresionante, el extravagante, escandaloso anfitrión, el señor Frank N. Furter. Crowe mete a la fuerza los pies llenos de callos en los zapatos de tacón y da unos pasos para ajustárselos bien, todo el tiempo mirando su ambigua imagen en el espejo.
Pero hay que volver a la repetición. Ha habido noches en que la obra ha empezado a hacerse aburrida. Incluso el espectáculo más amanerado del mundo (pero, esperen un minuto, el Rocky Horror es el espectáculo más amanerado del mundo) puede llegar a hacerse banal cuando uno lo ha hecho 50, 80, 200 veces. (Cuando todo está dicho y hecho, Crowe habrá interpretado el papel de Frank F. Nurter unas 415 veces). Se ha preguntado si ya es hora de dejarlo. Estamos en 1987, tiene 24 años y en general, evita la rutina como evitaría compartir barra de labios con F.F.Nurter. Ha considerado, por ejemplo, dejar de actuar del todo durante un tiempo. Acaba de formar su banda, TOFOG, el año pasado, pero podría dedicarse más tiempo, -quizás incluso hacer algunas giras. Pero con más frecuencia decide que el espectáculo todavía merece la pena porque aún está aprendiendo a improvisar, a mantenerse cómodo (aunque sea vestido con zapatos de aguja y los pies doloridos).
De momento, Crowe va de camino a su sitio donde espera la señal. Se la dan, y aparece en el escenario. Un griterío colectivo sale del público; están electrizados por su apariencia. Justo cuando va a decir la primera frase, alguien al fondo grita: “¡Bonitas piernas!”. El público lo oye y empiezan las risas y los aplausos. Crowe adopta una pose aún más amanerada durante un momento (mostrando más sus torneadas extremidades) y suelta, “Cariño, no te dediques a drag queen – nunca habrá suficiente pintalabios para tu boca”. El público estalla en una carcajada.
ES UN ATARDECER PERFECTO. Y la suave luz y brisa que viene del puerto para encontrar a los ojos, la piel y la nariz de Russell Crowe aumentando considerablemente su disfrute de ese cigarrillo después del espectáculo. Pero entonces, de nuevo ese cigarrillo nunca necesita mucha ayuda desde el departamento de provisión de placer. Cualquiera que ha tenido la satisfacción, la lentitud y la decadente conveniencia del cigarrito post-coital también tendrá alguna idea –incluso si dicho fumador nunca ha tocado el triángulo en el pozo de la orquesta- del placer que Russell encuentra en ese cigarrillo solitario de después de la actuación. Especialmente en una noche así (ya saben: luz, brisa, agua) delante del edificio de la Opera de Sydney.
Pero a pesar del ambiente y los placeres del momento, Russell no está del todo despreocupado. “Ah”, diréis, “el espectáculo ha ido mal. Pobre Russell”. Pero el del esta noche no ha sido malo. Al contrario, ha sido excepcionalmente bueno –incluso comparado con todos los buenos shows que siempre parecen darse en cualquier teatro en el que Crowe rompe normalmente. Sí, el de esta noche ha sido muy bueno y la preocupación que le ronda mientras se recompensa con ese cigarro que tan bien mezcla el placer físico, el decaimiento, está lejos del propio reproche o inseguridad.
El problema en este momento no es que el show pueda ser malo sino precisamente lo bueno que es. Se encuentra preocupado por el hecho de que dicho show –todos esos movimientos calculados, las frases sutilmente bordadas, toda la energía – y no sólo la que él pone personalmente sino la que realmente se genera ente los actores y el público (“no puede ser creada o destruida”, nada de eso; algunas veces es creada”) –se ha evaporado del todo. Se ha perdido y resucitará (cada vez menos) sólo en una crítica o en una anécdota que mañana o el día siguiente, contará algún espectador. En resumen, toda la pasión de media vida puesta en esa noche durará cerca de... veamos... ¿qué hora es ahora?. Mientas apaga el cigarrillo, le ocurre que aunque disfruta actuando en directo, la idea de que su carrera como intérprete pueda convertirse en una inexistencia tan indocumentada, sin analizar (por nadie más que por sus colegas más cercanos y su propia y tiránica autocrítica) y tan expuesta, le horroriza. Algunas noches la futilidad del proyecto no es tan punzante; Crowe es capaz de decirse a sí mismo que un personaje bien interpretado, un público verdaderamente entregado, en esencia, un trabajo bien hecho, es algo que no tiene valor, no importa lo fugaz que pueda ser su duración o su impacto. Después de todo, se ha dedicado a una vida de pequeñas batallas de integridad y si de alguna forma, sus victorias permanecen en algún rincón oscuro, entonces dejémoslo estar.
Pero esta noche, excepcionalmente hay algo que le hiere en el amor propio sobre los castillos de arena que él mismo se ve construyendo en el teatro, noche tras noche, show tras show, sólo para ver cómo siempre se los llevan las olas de aplausos y las tormentas de la mediocre crítica periodística. Esta noche, hay algo que le está minando su esfuerzo y está empezando a volverlo loco.
Entrar en el cine. Entrar en el medio que siempre le ha intrigado desde que gateaba por los platós donde trabajaban sus padres cuando él tenía seis años. Entrar imagen tras imagen en ese arte meticulosamente construido. Entrar en los cortes de secuencias, en las sombras recortadas y en los primeros planos. Entrar en las múltiples tomas. Entrar en las murmuraciones, los rumores. Entrar en la posteridad.
El cine, tal y como lo ve esta noche, cambiaría todo. (“Por supuesto”, bromeará luego con Olivier Bonnard, “también tiene sus inconvenientes. El otro día le estaba diciendo a Joaquin (Phoenix): “¿sabes? Vi Gladiator otra vez ...” Y él me estaba mirando con ojos brillantes: “¿Sí?”... y dije: “Bueno... ¡estuviste mucho mejor la primera vez!”). Inconvenientes aparte, Russell Crowe en este momento está llegando a una conclusión que va a cambiar su vida irrevocablemente.
No ocurrirá ahora mismo; una carrera viable en el cine está todavía muy lejos. Pero cuando de verdad ocurra, lo hará rápidamente. ¿Cómo de rápido? Sobre unas 24 imágenes por segundo.