EL FOTOGRÁFO ESTÁ MUY SEGURO DE QUE ESTÁ A SALVO. Dejó el coche a unos kilómetros de aquí entre unos matorrales, y ha cubierto un gran techo andando. Ha viajado a lo largo del camino de grava durante dos horas, antes de alcanzar el límite de la propiedad, y después ha cruzado un campo de hierba, agachado lo más posible. Está casi seguro de que sus esfuerzos por esconderse son innecesarios también. La noche australiana es completamente oscura: sin estrellas, sin luna, sin luces de ninguna población cercana. La granja está en un valle entre dos montañas. Aunque hay vida, -comunidades, tiendas, semáforos- a los lados de éstas, el valle que se estrecha en ambas direcciones está totalmente desprovisto de cualquier signo de habitantes humanos. Excepto la granja, por supuesto. Y en el centro de ella, hay una tenue luz a la que está intentando ir, tan silenciosamente como le es posible. Piensa (espera) que sea donde están los Crowe. Si pudiese irse a casa con fotos de la granja y de Russell y los Crowe en casa, incluso viendo la televisión o haciendo algo increíblemente anodino, sus ingresos durante el resto del año serían… bueno, notablemente diferentes de lo que han sido nunca antes.
Mientras empieza a visionar la mirada de la cara de su editor, mete el pie en un agujero y se tuerce un tobillo. Apenas contiene un grito infantil mientras se cae al suelo, consiguiendo proteger la cámara pero sin evitar pronunciar algo impronunciable. Se queda en el suelo durante cinco minutos, maldiciendo y restregándose la articulación herida. Recuerda de sus días de baloncesto en el instituto que nunca deberías quitarte el zapato, sino apretarlo para contener la hinchazón. Lo hace con alguna dificultad, y decide que puede seguir. Después se levanta con muchos aspavientos que no ve ningún bicho viviente (o así se lo imagina él), continúa acercándose hacia la luz que marca el territorio Crowe y, por añadidura, el éxito profesional.
La casa está realmente más cerca de lo que parece. Llega a un claro muy pronto después de caerse. Está cojeando, pero animado por su sentimiento de que el jugoso fruto fotográfico de su misión está a un paso. Aunque no puede distinguir ningún detalle de la casa a causa de la oscuridad, puede ver que es muy grande. Oyó que Crowe la renovó cuando su carrera se lanzó de verdad. (Veinte millones por película, hace el tío. Esta operación puede ser un poco intrusista, piensa, pero para mí no es nada malo querer un trozo del pastel de esta celebridad extremadamente beneficiosa).
El reportero cruza el claro en silencio (la verdad es que está un poco sorprendido de que no le hayan perseguido perros todavía; estaba preparado para eso), y se queda boca abajo escondido tras unos arbustos bajo un ventana iluminada. Nunca se había dado cuenta de que su cuerpo podía producir tanta adrenalina a la vez. ¿Qué verá cuando se levante? ¿A los padres? ¿El hermano? ¿Un pequeño aperitivo de media noche? ¿Una partida de ajedrez? ¿Alguien del servicio? ¿Un follón?
Estas meditaciones se cortan de repente por el sonido de un tijeretazo. Entonces nota un frotamiento contra su pecho: antes de que se dé cuenta de que la correa de la mochila ha sido cortada y el dispositivo quitado (el frotamiento era dicha correa arrastrada debajo de él), le retuercen el hombro también. Tiembla, aterrorizado.
“Levántate”, dice la voz que pertenece a las manos. El reportero obedece. Se vuelve para encontrase con el hombre quitando el carrete de la cámara y cogiendo la bolsa para buscar otros. “Así que querías conocerme”, dice Crowe. El periodista no dice nada. En realidad Crowe no está preguntando –está jugando a uno de esos juegos que ves en la película cuando el asesino lanza todo tipo de preguntas banales a la victima antes de arrancarle el corazón y enseñárselo mientras aún está latiendo. “O quizás querías conocer a mi mamá. ¿Es eso? ¿Querías molestar a mi madre?”. El periodista sigue en silencio. El tobillo le palpita. Decide en ese momento que si sobrevive a esto, se hará reportero gráfico de documentales. Ni siquiera de animales, sólo plantas. O quizás rocas.
“Escucha, tío. De verdad que aprecio que te hayas tomado tu tiempo para venir a visitarme y eso, pero hay algunas cosas que debería contarte antes de que intentes hacer todo esto por tu cuenta otra vez. ¿Por dónde has venido, por allí?” Crowe se mueve hacia el terreno por el cual ha pasado el reportero. Éste asiente. “Sí, eso es lo que he pensado. Mira, tío, ésa no es una buena ruta para los visitantes. Puede que no lo sepas porque eres de la ciudad ¿vale?” El periodista asiente otra vez.”Bueno, por aquí tenemos unas serpientes extremadamente venenosas, y territoriales, ¿sabes? Caminas por algún sitio que ellas han decidido que les pertenece y, en fin, no es nada bueno para ti, ¿sabes?”. El reportero se queda mirando fijamente. “Y luego, tenemos las arañas. Son casi peores que las serpientes porque pueden ir a por ti, ya sabes… del modo en que lo hacen las arañas –son pequeños animalitos muy voraces- pero desde luego son tan mortales como las serpientes. Así que eso tampoco es nada bueno para ti. ¿Lo vas cogiendo?”. El periodista asiente. “Sí, y luego también tenemos esos extraños y pequeños lagartos. ¿Has visto las lagartijas, las salamandras y todo eso, tío?”. El reportero asiente otra vez. “Sí, son bastante monas esas pequeñas. Pero estos otros que tenemos por aquí... estos son diferentes. Lo que hacen, tío, (es extraño; no puedo imaginarme la ventaja evolutiva de eso, ¿sabes?) es que te pasan rozando por el cuerpo, las piernas, el costado, quizás te rodean la espalda o el brazo, o suben por la cabeza y luego por el otro lado. Y te dejan esos pequeños cortes con sus garras donde sea que hayan pisado. Son pequeños y afilados cabrones, ¿sabes?”. El periodista vuelve a mover la cabeza. “Pero el problema es con esos pequeños cortes que te hacen. Es gracioso. No sé cómo funciona exactamente. Debería mirarlo en algún sitio. Bueno, es sólo que nunca, nunca... nunca... se curan.” El reportero vuelve a quedarse mirando fijamente. “Así que es un lugar extraño éste de por aquí. Especialmente para visitantes, ¿sabes? Mira, lo normal es que nosotros les hablemos a los huéspedes, a la gente que invitamos, sobre esto de antemano. Y los recogemos en la carretera principal y todo eso, para ser hospitalarios. Pero no sabíamos que ibas a venir tú.” El periodista cabecea de nuevo. “Así que de verdad que te deseo suerte para volver a la ciudad. Seguro que te irás tan rápido como puedas. Y ahora ya sabes para la próxima vez que deberías llamar antes de venir, sólo para asegurarte de que lo sabemos y te esperemos, ¿vale? Es más seguro de esa manera.”
Crowe le entrega la cámara vacía y le da otro doloroso apretón en el hombro. “Nos vemos entonces.” Se da la vuelta por la esquina de la casa y desaparece. El periodista mira a través del campo que ha cruzado, y luego eleva los ojos al cielo y gime.
¿SERÁN LAS CADERAS? ¿PODRÍAN SER LOS PIES? ¿Y qué hay acerca de la parte superior de su cuerpo que apenas mueve, con el ritmo que se extiende totalmente por cada célula de sus brazos, pecho y abdomen, sin que lo deje convertirse en el frenesí del que es capaz? (Por ahora, ese ritmo está siendo contenido –sujetado- justo por debajo de la superficie de su piel.) “Qué...”, se pregunta el veterano y asombrado especialista, “¿Qué es eso que hace a Russell Ira Crowe un bailarín tan provocador y caliente que hace detenerse a toda la pista?”. No puede determinar con precisión la fuente corporal exacta de esta grandeza.
Después de observar a su magnético colega durante otra hora, el alucinado espectador se ha decidido. No son las caderas, aunque éstas sí que se mueven a la vez con la líquida suavidad del mercurio sobre el mármol y la contenida precisión de la muñeca de un lanzador de dardos. No son los pies, aunque el especialista se imagina que uno podría poner los dedos de un niñito dormido bajo los tacones de Crowe y no escuchar ni un llanto, tan ligeramente parece que los mueve. Y no es la parte superior de su cuerpo, aún espectacularmente contenido, a pesar de la proximidad con las enfebrecidas caderas. No, lo que hace de Russell Crowe la clase de bailarín que podría –que lo hace realmente- tener a una barra entera llena de ecuatorianos que saben lo que es el ritmo, quietos y mirando fijamente, es su boca.
Y la madura (pero notablemente activa) señora con la que Crowe no ha sido tan penetrante como quemar un agujero a través de la alfombra proverbial, lo sabe. Ha estado observando esa boca toda la noche –el modo en que se abre sólo ligeramente cuando Crowe se mueve hacia delante, o se cierra fuertemente sobre una barbilla fruncida cuando se echa hacia atrás, o la manera en que, siempre muy a menudo, ofrece un diez por ciento de la sonrisa más cálida que ha visto nunca (el otro noventa por ciento, sin mencionar unos cuantos besos que le ha dado en su suave mejilla arrugada, lo mantiene en reserva hasta que la música se acaba y el bar estalla en aplausos, risas y gritos de ¡Qué muchacho tan bueno para bailar! ). Oh, el resto de este espléndido cuerpo lo ha hecho simplemente a la perfección esta noche –en este punto posiblemente no podría haber ninguna discusión- pero es la boca lo que la mujer recordará durante años desde ahora cuando ella y los demás se acuerden de los muchachos de Hollywood que vinieron al bar una noche a tomar una copa y a bailar.
Entre los muchachos de Hollywood está el muy impresionado especialista que ahora está dando palmadas en la espalda empapada de Russell Crowe y le ofrece una botella de cerveza que es del color del zumo de manzana. A menudo Crowe desarrolla un fuerte sentido de la camaradería con los especialistas con los que trabaja, en gran parte porque frecuentemente elige realizar al menos alguna de las escenas de acción, y así acaba intercambiando consejos y vendajes con los chicos que hacen el trabajo peligroso todo el tiempo. Ese fue el caso en el plató de Gladiator y es igual en este proyecto. Sonriendo y respirando fuerte, Crowe se sienta en la mesa de sus amigos y echa un trago largo a la cerveza que le han dado.
El pequeño grupo de colegas reunidos con él han venido aquí, a este pequeño agujero de agua en las montañas de Ecuador, desde el Chimborazo, la localización donde han estado filmando Prueba de Vida. Decidieron venir y tomarse algo y conocer a la gente del lugar después de que Crowe les hubiera invitado (si la broma de su evacuación nocturna del confort y la seguridad de su hotel en la ciudad puede llamarse invitación) a pasar una noche en las montañas con él en vez de retornar a su habitual alojamiento urbano.
Crowe había insistido desde el principio en quedarse cerca del sitio de rodaje porque prefería la paz d las montañas al tumulto de la ciudad. Así, había hecho una improvisada barbacoa con la mitad de un bidón de combustible, había adquirido un trailer en el que poder dormir, y había permanecido alegremente (y quizás con un aire un tanto satisfecho) en el umbral cada anochecer, despidiéndose con la mano cuando se iba la larga caravana de los coches de sus compañeros. Como de costumbre, la atracción de Crowe por los espacios indomables estaba teñida de algo de riesgo. La gente del lugar había advertido a los de la película sobre los peligros de la zona, y éstos a Crowe (casi durante una hora le habían pedido dejar su retiro solitario, y el tono de los avisos fue desde lo molesto hasta la súplica –por supuesto, nadie se atrevió a intentar reprenderle). No sólo podrían existir secuestradores en todos sitios por la noche (a Crowe le había salido una risita sardónica ante la ironía de sufrir amenazas de secuestro mientras hacía una película sobre uno), pero la región en la que filmaban estaba llena de jaguares que no dudarían en encontrar en un hombre de sus dimensiones físicas una comida bastante satisfactoria. Un poco pesada, quizás –el físico de Crowe en Prueba de Vida rivaliza con el de Gladiator por su volumen y su fuerza- pero una comida suficiente al fin y al cabo. Cuando John Mosby de Impact Magazine le preguntó sobre el peligro al que se enfrentó viviendo sin comodidades cada noche en la selva de Ecuador, con los jaguares y todo, Crowe ironizó como siempre. “Haré que esos jaguares se ocupen de los conductores ecuatorianos cualquier día de la semana.”
Pero no hay ningún felino hambriento ni un nervioso conductor a la vista esta noche cuando Crowe y un puñado de sus colegas normalmente alojados en hoteles, ríen, beben y, inesperadamente, bailan en este pequeño, pero abarrotado, garito local.
El especialista que ahora está encendiendo el cigarrillo de Crowe y pidiéndose otra cerveza ciertamente no sabía que por aquí habría bailes de ningún tipo. El lugar parecía demasiado pequeño. E incluso si alguien le hubiera dicho que los habría, no se habría esperado esta orgía infecciosa de colores y ropas; normalmente cuando piensa en bailes, recuerda a sus padres artríticos y en las vagamente depresivas bodas de extraños. E incluso si alguien le hubiera dicho que habría baile en esta caja de cerillas que es el bar, e incluso si alguien le hubiera dicho que el baile sería la exhibición más espectacular e intocablemente erótica que hubiera visto, nunca hubiese esperado que Crowe pudiera moverse como lo hizo. Pero desde luego, las sorpresas van una detrás de la otra cuando Crowe está alrededor.
“Russell, mira a tu pareja”, le dice el especialista inclinándose. “Está todavía jadeando en la barra. La has agotado.” Crowe se vuelve para ver a la mujer con la que estaba bailando; está mirando al techo y se seca el cuello con un pañuelo. Es lo bastante mayor como para ser su madre. “Es genial”, dice Crowe mientras se mueve hacia el único camarero que atiende la barra, para hacerle saber que se hará cargo de la consumición de la señora. “Baila maravillosamente.” “Da igual la pareja, ¿dónde aprendiste tú a bailar así, Russell?” le pregunta otro miembro del reparto. “¿Has salido todas las noches mientras nosotros nos hemos estado mirando el ombligo en el hotel?”
“Alex Crowe, tío. Me enseñó todo lo que sé y algunas cosas que he olvidado, sin duda. Es gracias a él.” Recuerda las lecciones de baile en el cuarto de estar con su padre, durante sus años antes de la adolescencia. Su padre ponía uno de los pocos discos que tenían y bailaban –algunas veces con Jocelyn, otras solos, siempre en profunda concentración. Le enseñó los pasos, la etiqueta, cómo llevar pero hacerlo como si nadie estuviese llevando- como el líder de una banda, o la noche o Dios mismo realmente estuviera dirigiendo los pasos en la pista de baile. Pero sobre todo, su padre le enseño cómo oír la música del modo en que un pintor mira lo que va a pinta: eliminando las suposiciones. Desglosar el sonido en sus elementos más básicos, entendiendo cada uno individualmente. Expandir la música en tu cabeza para poder absorber cada parte dentro de tu cuerpo –ése es el único modo de conseguir todo eso en tu interior. Cuando Crowe llegó al instituto, era el que más suavemente se movía en cualquier suelo sobre el que estuviera. No que sus gustos fueran mucho hacia una sala de baile en aquellos días de explosión punky.
Con aquella edad, nunca podría haber imaginado que su entrenamiento y sentimiento por bailar demostraran ser un instrumento sin precio para su futura carrera como actor. Como le cuenta a Mary Barrett, “una de las primeras cosas que quiero hacer con las actrices cuando trabajamos juntos es producir una situación donde bailemos. Puedo sentir tantas cosas cuando estoy bailando -¿confía en mí? ¿me entiende? ¿se implicará en estas escenas, en este guión con una mentalidad abierta?” Pero esta noche, el baile no ha sido una misión de comprobación. Ha sido cien por cien extracurricular. Crowe echa una mirada a la mujer en la barra. Ahora ella parece menos sofocada y está hablando con el camarero sobre los inesperados acontecimientos de la noche. Nunca ha conocido a un extranjero que sea tan experto –que sea capaz de moverse tan bien. “¿Es americano?” le pregunta al hombre tras la barra, que mueve la cabeza. Crowe lo oye y contesta en alto con una cálida sonrisa, “No, señora.” Se da la vuelta hacia su mesa, que está rodeada en su mayor parte de americanos. Hace como que mira a cada uno de ellos por turno con una bien estudiada mirada molesta en el rostro. “Joder, claro que no, señora”, gruñe y echa otro trago a su cerveza entre las risas dispersas y réplicas patrióticas de la mesa.
RUSSELL CROWE ESTÁ EN MEDIO de una reunión extremadamente seria con el FBI. Aunque el actor se ha tomado las amenazas de secuestro que ha recibido recientemente en tono de broma y fanfarronería durante las últimas ruedas de prensa con los medios, la reunión que ahora se celebra en la habitación del hotel es de todo menos relajada.
Tres agentes llegaban aquí hace una hora, y desde entonces los cuatro hombres han hablado de todos los aspectos: desde los procedimientos normales que lleva el tratamiento policial sobre amenazas de secuestro, hasta los probables motivos y recursos de los presuntos secuestradores, la preocupación de Crowe por sus padre y su hermano mayor, si, a pesar de dichas amenazas, Crowe debería asistir a la próxima ceremonia de los Globos de Oro (ha sido nominado para un premio por su interpretación en Gladiator). El grupo se inclina hacia la decisión de que debería asistir bajo fuerte protección –Crowe no quiere ir escondido, y el FBI no cree que haya mucho riesgo. No obstante la seguridad será escrupulosa, por supuesto.
La reunión ha sido formal. Los agentes no habían estado seguros de lo que esperar de esta célebre supernova.; como cualquier otra persona al corriente de los medios de comunicación en Norteamérica, habían oído comentarios salvajes y conflictivos sobre el actor. No sabían si se iban a encontrar con una estrella vana y sobre privilegiada, con un bruto ignorante pero pícaro o con una persona normal ahora asustada. Crowe ha sido ideal: profesional, y apreciativo por la ayuda. Ahora, mientras los cuatro hombres se preparan para concluir la reunión, el que parece ser el más veterano hace una pausa.
“Sr. Crowe, hay una cosa más que nos gustaría discutir con usted.”
Crowe se había levantado para seguir con los agentes fuera (entendiendo que la vigilancia del hotel continuaría), pero asiente seriamente y se sienta de nuevo, moviéndose para que el agente también lo haga. Éste se aclara la garganta. “Sr. Crowe, bien, como sabe, tenemos gran experiencia con el tipo de gente que le está molestando.” Crowe mueve la cabeza afirmativamente. “Puede que no nos hayamos encontrado antes con estos individuos en particular, pero tenemos algo del perfil de la gente que lleva a cabo esta clase de operaciones, principalmente por un rescate.” Crowe todavía está atento aunque todo esto ya ha sido cubierto al principio de la reunión. “Y como también sabe, hemos hecho una cantidad considerable de investigación sobre usted para ser más capaces de ayudarle y protegerle en este momento.” Crowe vuelve a asentir a modo de gracias. Los otros dos agentes observan. (Sus presencias son amplias, sus manos cuelgan cruzadas delante de ellos, oficialmente.) Su colega continua: saben dónde quiere llegar.
“Así que lo que estoy intentando decirle, Sr. Crowe, es que hemos evaluado ambos aspectos de esta situación de manera sobradamente amplia y hemos llegado a una conclusión.” Pausa. “Nosotros, como agentes del FBI, creemos que con toda probabilidad, está logísticamente más allá de nuestra capacidad como grupo u organización en cuestión, conseguir que usted haga cualquier maldita cosa que no quiera hacer.” Los agentes se ríen entre dientes y asienten con la cabeza. Crowe sonríe abiertamente, apreciando tanto el intento del hombre por darle un toque de humor –después de todo, estos tíos parecen de los que se planchan la ropa interior- como la amable seguridad que ha ofrecido.
“Vale. Intentaré mantener en mente mi propio poder divino mientras todo esto se descubre, tío.” Todo el mundo está ansioso por reírse después de una larga y tensa reunión, así que lo hacen.
EL DIRECTOR TAYLOR HACKFORD NI SIQUIERA LO SABÍA después de que casi habían terminado de rodar Prueba de Vida. Leyó sobre el affaire (que había empezado en Ecuador) en un periódico de Londres después de que él y sus colegas hubieran viajado a Inglaterra para filmar algunas escenas finales.
Era la primera vez que Hackford sabía del tema: que durante este proyecto, Russell Crowe y Meg Ryan se habían enamorado y embarcado en una relación que iba a durar cerca de medio año. Cuando le preguntaron sobre su conocimiento de que los actores estaban “unidos”, Hackford exclamó que no había tenido ni idea –que ambos eran totalmente profesionales- que todo había sido completamente discreto.
Bajo un punto de mira, no sobresalta exactamente a la mente que pudiera emerger tal relación. Ryan y Crowe se llevaban bien. Y son ambos... –bien, ¿cómo decirlo delicadamente? Para empezar, Ryan nunca se ha quedado lejos de ser posiblemente la criatura más adorable de la tierra. No importa el obvio atractivo de Sleeples in Seattle y Cuando Harry encontró a Sally; señoras y señores, esa cara casi hizo Ciudad de Ángeles soportable de ver. Y en cuanto a Crowe, el solitario granuja venido de lo salvaje, no carecía de encanto. ¿La barbacoa improvisada? Delicioso. ¿La noche del baile? Encantador. ¿Hacer su propio trabajo de especialista en el nombre de (¿no es ésta una mala palabra en Hollywood?) la autenticidad? Completamente irresistible. Quiero decir, imaginen la conversación que Crowe debe haber tenido con su amigo Tom Cruise cuando le llamó para hablar sobre si debería negarse a que un especialista hiciera la escena en la que el personaje de Crowe se cuelga por los dedos de un helicóptero en vuelo. (Cruise era el experto desde que había realizado un trabajo casi idéntico en Misión: Imposible.) La charla sería algo como...
“Así que, ¿cómo es de peligroso, tío?”
“Bastante peligroso.”
“Pero ¿queda bien?”
“Queda genial.”
“¿Con la punta de los dedos?”
“La punta de los dedos. Y el helicóptero.”
“Sí, claro. Estupendo.”
En resumen, el encanto del hombre está más allá de cualquier discusión.
Así que entonces, tiene sentido que estos individuos inmensamente atractivos, dado que se encontraban de acuerdo en algunos puntos fundamentales (Crest versus Colgate, montañas versus océano, suave versus crujiente –ese tipo de cosas), podrían también encontrarse deseosos de algún tiempo de calidad compartida. Por supuesto, como Sarah Saffian reveló en US Weekly, en un punto Hackford sintió que el emparejamiento era tan bueno que exclamó, “Estaban fantásticos juntos. No se conocían de antes, y entonces ¡boom! Así es como se forman las relaciones y espero que dure para siempre.”
Pero mientras las ruedas mentales de Hackford continuaban girando, empezó a preguntarse si el tiempo de calidad compartido está realmente donde terminaba. Quizás el romance tenía implicaciones más amplias. Quizás (y todos los murmullos que vinieron desde los medios: “¡Es caliente!” “No lo es.” “¡Boda!” “Ni hablar de eso.”) fue parcialmente responsable del decepcionante estreno en la taquilla.
Pero otra vez, quizás no. “Creo que Taylor está siendo irrespetuoso, poco diplomático e imbecil al decir eso”, replicó Crowe a un montón de periodistas, tal y como lo recogió Iwon. “Creo que verás que la taquilla de Prueba de Vida, cuando no sea una época familiar como Navidad, será mucho mayor. Lo que sabemos, personalmente, es que pusimos tanto esfuerzo en el proceso como fue posible y estamos satisfechos con lo que venga.”
¿Irrespetuoso, poco diplomático e imbécil? Hummm. No es un mal vocabulario para un tipo de solitario granuja venido de lo salvaje.
EL ACOPLAMIENTO CHIRRÍA DURANTE UN SEGUNDO desde los altavoces situados alrededor del local cuando la banda, TOFOG, hace una rápida segunda prueba de sonido antes de empezar. El lider, ningún otro más que el versátil y virtuoso Russell I. Crowe, ha sido requerido para contestar lo que un reportero insiste en que sólo serán unas pocas preguntas sobre el acto de esta noche. Crowe accede, viendo la importancia de hablar sobre la recaudación de fondos con la prensa, y habiéndole asegurado que la entrevista no se desviará hacia otro, digamos... territorio menos concienciado.
El periodista pregunta qué les llevó a él y su banda al acto benéfico de esta noche. La gala en Milán tiene como anfitriones al diseñador Giorgio Armani y a la ex duquesa Sarah Fergusson para conseguir dinero para “Children in Crisis”, una organización que Fergusson fundó en 1983 después de un viaje a Polonia durante el que se quedó impresionada en sus encuentros con los niños que vivían en la pobreza extrema.
Después de que Michael Quintanilla, un famoso comentarista de moda de Los Angeles Times, le pida que comente sobre los glamorosos anfitriones de la noche, Crowe alaba los diseños de Armani, con los que ha brillado en el Dorothy Chandler Pavillion en más de una ocasión. “Su ropa viste a hombres, no es para chicos jóvenes. Hace diseños que son clásicos y para hombres con voces profundas.” Crowe sigue explicando que él y los Grunts estuvieron enseguida de acuerdo en tocar en el show de esta noche porque creen firmemente en el trabajo de la fundación “Children in Crisis” de Sarah Fergusson. Por supuesto, no haya mucho más que se pueda decir: (“Oh, bueno, yo no me dedico mucho a los niños. Simplemente están tan necesitados, ¿sabes? Especialmente los que están en crisis.”)
Pero la declaración de Crowe de alabanza por la organización parece sincera –no sólo charla vacía de estrella en un acto de recaudación de fondos. (“Sí, doné un tacón de aguja autografiado que llevé en una fiesta de Sundance, Mary. Brad, cariño, ¿por cuánto fue?... ¡No! Oh, Dios, Mary, fue por unos 8.500 dólares. Estoy tan contenta de poder ayudar, porque ya sabes, mojar la cama es un tema que afecta a tantos de nuestros preciosos hijos y esta organización está haciendo un trabajo tan notable...”)
La relación de Crowe con los niños tiene la aparente sinceridad de su apoyo al proyecto de Fergusson. No sólo habla a menudo de sí mismo sobre su carácter algo infantil –describió a Jodie Foster como la perfecta pareja para él en los Globos de Oro del 2001 porque le dejó hacer el ganso tanto como quiso-, sino que también parece tener una cierta compenetración con ese otro tipo de niño, el que no habita en sus dimensiones físicas. Crowe es el favorito del hijo de Jodie Foster, Charlie, y siempre le ha encantado pasar el tiempo con su sobrina, ahora adolescente, con quien siempre se está metiendo como si fuera un hermano mayor en vez de su tío adulto. En recientes entregas de premios ha estado moviéndose entre los asistentes más jóvenes; y aunque a Joaquin Phoenix (co-protagonista de Gladiator) y Jaime Bell (la estrella de Billy Elliot) ya no se les puede calificar de críos, son la cosa más parecida a hermanos pequeños (con las implicaciones de tonterías que lleva ese título) que Crowe encuentra en tales actos.
Habla de su propia infancia con lo que parece ser afecto por su yo más joven. Describe su confianza sin límites en el periodo cuando empezó a actuar por primera vez con Chuck Arnold: “Incluso con seis años, miraba al tío de veintiocho que hacía de veterano de guerra en una película y les decía a mis padres, “No sé por qué el director no me ve en ese papel. Puedo ser un poco pequeño pero yo puedo hacerlo.”” Y de esta motivación para empezar por el sendero dramático que al final le vería pedir veinte millones por película, le cuenta a Jill DerryBerry: “Se me hizo claro que actuar era realmente una cosa divertida de hacer. Y cuando tienes seis años y mides medio metro, ésa es una maldita buena razón.” Además de lo mucho que ha mostrado su amor por los aspectos inocentes e ingenuos de los niños (y de sí mismo), Crowe también se toma el estado de la infancia muy seriamente. Una vez le ofrecieron el papel del padre amenazador en la adaptación cinematográfica de la obra de Dorothy Alison, Bastard Out of Carolina. Aunque no había duda de que el film era serio –serio es el tipo de trabajo que Crowe ha intentado perseguir a lo largo de su carrera-, y que podría haber usado el trabajo y exponer eso que le hubiera provisto aceptar el papel, dijo que no porque no estaba dispuesto a hacer las desagradables escenas de la película sobre abuso infantil. Así que, sí. Se puede decir que Crowe tiene una cierta simpatía por la gente pequeña del mundo.
Terminada la entrevista, vuelve al escenario para empezar a actuar con la banda, que ya está preparada. El público, lleno de actores y figuras locales, recibe cálidamente a los Grunts. Crowe echa un vistazo a la multitud y puntúa, “Este es el público más atractivo ante el que hemos actuado.” La beautiful people se ríe (“¿Quién? ¿Nosotros?”) Entonces, de repente, Crowe pasa de ser una afable celebridad que asiste a una gala benéfica a convertirse en una sexy estrella de rock duro. “Vamos a cantar para Sara”, grita por el micrófono mientras la banda rompe con los primeros compases de “Somebody Else’s Princess”, un tema de su álbum BLOC. La canción es sobre el anhelo de un hombre por una mujer que, coincide, tiene el pelo rojo y los ojos claros.
Pppt. Ccccchhhkkkt. Pppt. Whirrrrr. ¿Y ese sonido? Es sólo el molino de los rumores chisporroteando.
ESTE CABRÓN. ESTE CABRÓN GILIPOLLAS COMEMIERDA, piensa Crowe. Y pensar eso de un hombre pequeño vestido con el elegante traje que lleva esta noche, debe ser cosa del destino. Por supuesto, todo el mundo aquí va bien vestido, incluso con lujo. No es un crimen. Es sólo que en este caso en particular, tener buena apariencia realmente parece un desliz moral, un engaño. Desde luego, este tipo no es el único baboso que Crowe ha conocido desde que ha estado trabajando en Hollywood, pero hay algo acerca de la tensión entre su excelente traje y su alma fétida y podrida de gusanos que se ha metido de lleno bajo la piel de Crowe.
Los dos hombres –Russell Crowe y el director Lawrence Kasdan- se han estado mezclando en los premios Guild de Directores, donde Crowe ha estado recibiendo de reojo miradas de admiración toda la noche. Aunque Ridley Scott ha sido sobrepasado por Ang Lee (por Tigre y Dragón) en la categoría de Mejor Director, la probabilidad de que Crowe recoja un Oscar más tarde este año por su interpretación en Gladiator permanece inalterable. Y es más que sólo el Oscar lo que hace que parezca que esté flotando un par de pulgadas por encima del suelo esta noche. Todo el mundo en la sala entiende que Crowe ha llegado de un modo que muchos –no sólo mucha de la gente de renombre, sino muchos de esos, los titanes de Tinsel Town - nunca lo harán. Ha estado en el centro del último blockbuster de Ridley Scott y DreamWorks, el número treinta y cuatro en los cien filmes más rentables de todos los tiempos. Ha creado despacio y concienzudamente un resumen de calidad constante, esperando pacientemente el reconocimiento que de repente el mundo entero parece ansioso por prodigarle. Se ha burlado abiertamente de la vanidad y artificio de los vividores de Hollywood y la gente lo ha amado por ello. Dicho simplemente, Crowe está en lo alto del montón, en sus propios términos, y todo el mundo lo sabe.
Aunque lo hace lo mejor que sabe para no creerse el juego en sí, es consciente del hecho de que en cualquier extraño deporte que gobierne esta ciudad, él parece estar ganando. Y así, no es el menos confundido por ver que Lawrence Kasdan, un hombre que, hace unos pocos años, ni siquiera dejaría que Crowe dijera dos frases seguidas en su presencia, se le acaba de acercar, ansioso por hablar. Los ojos de los dos hombres se habían encontrado entre unas cuantas mesas, y Kasdan había levantado el mentón y las cejas como diciendo, “Espera, chico, te estoy viendo y ya estoy allí.”
Cuando Kasdan se acercó, Crowe trajo a su memoria la vez que había conocido al director hace unos años (sin mencionar unos pocos films aclamados por la crítica). Había estado intentando describirle algunas ideas que había tenido sobre un proyecto potencial, y de repente había notado que Kasdan se había quedado mirándole por encima del hombro, que -mentalmente- estaba en otro sitio completamente distinto y lo que es peor, que ni siquiera intentó parecer que le podía estar dando la hora. Al director, Crowe se había dado cuenta amargamente entonces, le había faltado tiempo para señalarle al joven australiano que sus ideas no contaban – que no estaba en el negocio y por tanto no merecía el tiempo que les hubiera llevado tener esa conversación. Crowe no ha olvidado este primer encuentro pero parece ser que Kasdan sí.
Se ha puesto a su lado con aire relajado y, con una enorme y suave sonrisa y un dispuesto apretón de manos, dice, “Gran discurso, Russell, ¡lo hemos devorado! Sabes, estoy realmente impresionado con tu enfoque hacia los papeles que has estado haciendo recientemente –una intensidad asombrosa. La verdad es que tú y yo deberíamos encontrarnos...” Crowe se queda mirando fijamente al hombre durante siete segundos, dándole una oportunidad para darse cuenta de su error y retirarse. Pero Kasdan permanece delante de él y sonríe, sin comprender su mirada silenciosa y de piedra.
“La verdad, Larry, es que ya nos conocemos. ¿No te acuerdas?”
Kasdan hace una mueca con las comisuras de los labios, haciendo como que busca en su cabeza a través de recientes encuentros con estrellas. Al volver de vacío, mueve la cabeza y sonríe de nuevo, esperando que Crowe reconozca su equivocación. Pero Crowe no está equivocado. “Sí, nos conocimos. Y de hecho, no te encontré terriblemente impresionante como ser humano, cosa que entenderás si alguna vez te ves capaz de recordar cuando no te pudiste permitir prestarme atención durante doce segundos seguidos. Así que si me disculpas...”
Crowe pasa rozando a Kasdan antes de que el director pueda ni siquiera percibir el propio disparo que aunque sólo sea metafórico, se le ha abierto en medio del pie. Crowe echa a andar dando zancadas a través de los grupos de asistentes a la ceremonia que están charlando, muchos de los cuales compiten por llamar su atención esperando iniciar una conversación. Mientras se mueve entre la multitud, se da un cinco alto a su antiguo yo, a la luchadora estrella en ciernes que vivió durante años a base de cigarrillos y arroz frito en el centro de Sydney. Eso, amigo mío, le dice a su alter-ego interior, era dulce como una galleta, ¿no estás de acuerdo?
RUSSELL CROWE SE ECHA UNA LARGA MIRADA A SÍ MISMO en el espejo de cuerpo entero de la habitación. Se acaba de poner la chaqueta de su traje de Armani de corte eduardiano (para hombres con voces profundas, recuerdan- hay un pequeño peligro de que Crowe y Leo aparezcan accidentalmente con la misma pinta esta noche). Encoge los hombros y la chaqueta cae en su sitio sobre su ancha constitución. Está vestido. Para esta noche.
Este no es el mareo tipo rey del baile de promoción a pesar del elegante traje que se acaba de poner, y a pesar de la lujosa celebración que está por venir. Crowe está solo y solemne. Esta no es otra fiesta más. Ni siquiera es otra ceremonia de entrega de premios. Es el cenit de su carrera hasta la fecha. Hay algo admirable en la honestidad de Crowe acerca del hecho de que la noche – esta NOCHE, el Dorothy Chandler Pavillion y Joan Rivers haciendo burlas malas sobre el vestido en forma de cisne de Bjork –le importa profundamente. No demuestra nada de ese aire falso de indiferencia que intentan conjurar tantos de sus colegas. Como siempre, Russell Crowe no tiene miedo de querer algo, y no tiene miedo de mostrarlo: ve en el Oscar “el último espaldarazo de los compañeros”, en sus palabras a Garth Pearce, del London Sunday Times, y dice en una rueda de prensa a principios de mes, “no tengo ninguna frase graciosa. No tengo ninguna opinión cínica sobre eso. Realmente lo aprecio y estoy muy agradecido.” Por supuesto quiere ganar. Pero si no lo hace... bueno, le han dado golpes más duros. Después de todo, el trabajo es el trabajo y sólo ser nominado es un gran... –pero no hay tiempo para este tipo de charla.
Se tiene que dar prisa y todavía faltan algunas cosas para estar preparado. Llámenlo superstición, llámenlo sentimentalismo, llámenlo añadir cinco kilos de peso a su traje, pero tiene una serie de amuletos y talismanes que coger.
Primero, está el juguete de plástico de Charlie. Charlie es Charlie Foster, hijo de Jodie Foster y amigo importante de Russell. Se ha reído, con notable diversión y paciencia, de las conjeturas de los periodistas sobre si él podría ser el padre del pequeño Charlie. De todas formas, no se anda con rodeos sobre el hecho de que él y el niño se llevan muy bien. La prueba de la amistad se desliza ahora en el bolsillo de su pantalón; Charlie le dio este pequeño juguete como un talismán de apoyo para la gran noche de Crowe, y ni se le ocurriría olvidárselo. Así que el amuleto número uno, en su sitio.
El número dos es igualmente emotivo y quizás ligeramente más duradero que la pequeña figura de plástico de Charlie. Es una cruz de plata que le dio Meg Ryan, con una inscripción de un pasaje de uno de los poemas favoritos de Crowe. Es “Clancy of the Overflow”, un clásico australiano escrito por Banjo Peterson a finales de 1880. Dada la profunda atadura de Crowe a su hogar rural, no es difícil por qué el poema va con él:
I had written him a letter which I had, for want of better
Knowledge, sent to where I met him down the Lachlan, years ago,
He was shearing when I knew him, so I sent the letter to him,
Just “on spec”, addressed as follows, "Clancy, of The Overflow"
And an answer came directed in a writing unexpected,
(And I think the same was written with a thumb-nail dipped in tar)
Twas his shearing mate who wrote it, and verbatim I will quote it:
"Clancy's gone to Queensland droving, and we don't know where he are."
In my wild erratic fancy visions come to me of Clancy
Gone a-droving "down the Cooper" where the Western drovers go;
As the stock are slowly stringing, Clancy rides behind them singing,
For the drover's life has pleasures that the townsfolk never know.
And the bush hath friends to meet him, and their kindly voices greet him
In the murmur of the breezes and the river on its bars,
And he sees the vision splendid of the sunlit plains extended,
And at night the wond'rous glory of the everlasting stars.
I am sitting in my dingy little office, where a stingy
Ray of sunlight struggles feebly down between the houses tall,
And the foetid air and gritty of the dusty, dirty city
Through the open window floating, spreads its foulness over all
And in place of lowing cattle, I can hear the fiendish rattle
Of the tramways and the buses making hurry down the street,
And the language uninviting of the gutter children fighting,
Comes fitfully and faintly through the ceaseless tramp of feet.
And the hurrying people daunt me, and their pallid faces haunt me
As they shoulder one another in their rush and nervous haste,
With their eager eyes and greedy, and their stunted forms and weedy,
For townsfolk have no time to grow, they have no time to waste.
And I somehow rather fancy that I'd like to change with Clancy,
Like to take a turn at droving where the seasons come and go,
While he faced the round eternal of the cash-book and the journal --
But I doubt he'd suit the office, Clancy, of The Overflow.
Los versos que Ryan ha elegido, que Crowe leyó a un periodista la noche de los Oscars son estos: “...and he sees the vision splendid of the sunlit plains extended, /
and at night the wondrous glory of the everlasting stars.” (“Y él ve, extendida, la visión espléndida de las llanuras iluminadas por el sol / y por la noche, la maravillosa gloria de las eternas estrellas.”)
Relee la inscripción en silencio (por enésima vez) y desliza la cruz plateada en el otro bolsillo.
Ahora se tira de la chaqueta otra vez y coge un estuche de terciopelo del vestidor que hay a su izquierda. Lo abre para encontrar un disco dorado sujeto a un lazo rojo. Coge la medalla delicadamente y la saca de la cajita. Con el mayor cuidado, se la prende en la solapa derecha de su chaqueta. Coloca las manos a los lados y se vuelve a mirar después de dieciséis años de la muerte de su abuelo, llevando la medalla del hombre que significa su categoría como Miembro de la Orden del Imperio Británico.
El abuelo materno de Crowe, Stan Wemyss, había sido un heroico realizador de guerra. Trabajando para la Unidad Nacional de Cinematografía de Nueva Zelanda durante la Segunda Guerra Mundial, Wemyss estuvo a menudo cerca de la acción, casi en la línea de fuego mientras documentaba los hechos bélicos.
La condecoración le fue otorgada por la reina Isabel en reconocimiento a su arte y valentía. A Wemyss nunca le gustó ponerse la medalla que Crowe se acaba de colocar en el pecho, pero Russell piensa que lo aprobaría esta noche. Después de todo, ésta no es sólo una ocasión de traje y corbata más. Esta es la noche en la que va a ser honrado (aunque aún no sabe hasta qué punto) por la industria del cine; sólo, que está bien que este símbolo de las valientes contribuciones de su abuelo debería ser el centro de atención junto con el héroe a ungir esta noche.
Cuando era joven, Russell había visto el trabajo de su abuelo en el cine como algo parecido a la alquimia: misterioso y romántico, pero al mismo tiempo altamente técnico, que demandaba una gran habilidad. Stan había conservado algún equipo de montaje y cámaras en el sótano y cuando Russell lo seguía al estudio (“laboratorio oculta bajo tierra” parecía el nombre más apropiado), era como descender al Palacio de Justicia o a algún otro cuartel general clandestino donde los héroes del mundo idean soluciones a nuestros más apremiantes problemas, usando ingenuidad asombrosa y saber hacer de más allá de este mundo. Por supuesto, cualquier día, Stan Wemyss probablemente -habría insistido con modestia- en que lo que estaba haciendo no tenía en absoluto nada que ver con los problemas más apremiantes del mundo. Pero el hecho de la historia personal de Wemyss sobre la valentía en tiempo de guerra, hizo a Russell tener en cuenta que todas las acciones y proyectos de su abuelo tuvieron una gran consecuencia moral. Además, incluso a la edad de diez años, Crowe reconocía a un héroe cuando lo veía.
Cuando creció, se hizo claro que la experiencia de su abuelo en la guerra, aunque frecuentemente entremezclada con hacer cine, apenas era sobre la esencia de las películas. Bueno, quizás la esencia de las películas con matices y conflictos que Crowe haría algún día, pero no el tipo en las que valientes soldados que morían en la batalla o volvían a casa a las vidas de plena satisfacción por su victoria sobre las fuerzas del mal. Crowe se empezó a dar cuenta sólo de lo traumatizado que había estado su abuelo –sólo se había dado cuenta de lo lejos que el carácter de la vida de Wemyss había estado de la “plena satisfacción” – cuando éste le había visitado en Sydney en la época en que aún estaba luchando para mantener cuerpo y alma unidos en una errática y dispersa carrera interpretativa. Wemyss planeó salir a cenar y Crowe sugirió un restaurante japonés por el que solía pasarse, y mirar dentro con anhelo, todos los días. Entonces parecía un capricho maravilloso, pero resultó ser una “elección podrida” como le contó a Adam Sherwin. Incluso el olor de la salsa de soja llevó a Wemyss de vuelta a alguna batalla interior. Se vio tan perdido en sus propios e incómodos pensamientos que ni siquiera consiguió contarle lo que había venido a decirle: que se estaba muriendo.
Recordando su triste error de hace años, Crowe se lleva la mano al pecho como haciendo que se ajusta la medalla. La medalla no necesita ningún ajuste. Solamente quiere tocarla otra vez.
No hay ninguna condecoración más que signifique al segundo héroe que lo acompañará al podio esta noche después de que se anuncie su nombre. Pero si alguien quisiera requerir pruebas tangibles de su fallecido tío David Crowe, hay un montón de fotos de él en el plató de Gladiator, la película por la cual Crowe será reconocido esta noche.
Hace cerca de un año, el 12 de mayo de 2000, David Crowe murió de cáncer. Pero antes de entonces, cuando había estado lo bastante bien como para viajar, reírse y jugar al cricket, David y sus hijos Martin y Jeff (ambos jugadores de talla mundial) habían ido hasta Malta a visitar a Russell en el set de Gladiator. No sólo formaron un equipo de cricket de triple C (ccc, los Cronies Crowe de Cricket) que se enfrentó (y apenas perdió) contra un equipo local de los Marsa Sports y el Club Country, sino que a David y compañía se les invitó, gracias a Russell, a hacer como senadores figurantes en algunas de las escenas del Coliseo. Como ocurrió, los planos no se pudieron meter y los Crowe no llegaron ni siquiera a la sala de montaje –pero David destacó la experiencia de todos modos, sintiéndose con humilde excitación “como un frustrado dramaturgo, estoy emocionado sólo con mirar y haber estado mezclado con la gente.”
David y Russell habían estado muy unidos a lo largo de la vida del segundo. Y aunque su tío presenció más de un éxito de éste que su abuelo, que murió mientras Russell aún era pobre y desconocido, Crowe lamenta que su tío Dave no pueda verle esta noche –en el pináculo de su carrera y la culminación del proceso cinematográfico del que Dave tanto había disfrutado.
Pero no queda mucho tiempo más para la reflexión. Crowe suspira gravemente y hace un inventario final de las cosas que lleva. Se da la vuelta y se aleja del espejo dando grandes zancadas.
La solemnidad con la que ha invertido la tarde no está destinada a durar. Muy pronto, nuestro noble héroe será introducido en los insulsos aires de la industria para la que trabaja. Puede manejar una pesada espada y pelear con tigres pero ¿cómo repeler con honor el tipo de ataques con los que se enfrentará esta noche? Llega al campo de batalla y no se encuentra con armas afiladas y resoplidos equinos, sino con Joan Rivers ofreciendo una pequeña crítica maliciosa (a un simple millón de sus más íntimos confidentes) de su perfume personal. Nuestro guerrero camina hacia delante, los ojos en el horizonte, ignorando las pequeñas indignidades que acompañan a la fama mundial. Pero cruzando por el foro de flashes y micrófonos, navegando diestramente por la alfombra roja (que, sospecha nuestro héroe, ha adquirido su tonalidad de segar los caídos y sangrantes cuerpos de aquellos que han recorrido este sendero antes que él), abriéndose paso hasta el mismo centro de la arena, no se encuentra con ningún enemigo salvaje y bárbaro o a un lascivo y malévolo emperador; en vez de eso, se topa con Steve Martín haciendo chistes de dudosa calidad sobre el tema de los supuestos e innumerables flirteos de Crowe. Nuestro héroe es gravemente herido. No había esperado tales ruines y bajos ataques. Sus armas son de otro tiempo –su carácter está forjado en un fuego bastante distante. Y al final, señoras y señores, y al final... Gana.