Michael Mann (1999)
Al Pacino, Christopher Plummer, Diane Verona.
El sábado estuve viendo El Dilema.
Hacía mucho tiempo y, salvo el principio (lo de los moros como que me da igual), me la puse entera, porque dejando aparte el hieratismo general marca de la casa Pacino, el amigo Al está especialmente bien en bastantes escenas con el elegantísimo señor Plummer y dándole caña a todo el equipo de la CBS. No es que se le vaya a salir un ojo más que otro y más aún de lo que habitualmente los tiene, pero se aprecia a la legua que le echó más arte porque debía andar más picado que con viruela por el repaso de impresión y sin vergüenza que le estaba haciendo el talentazo pasado de tocino veteado y veinte años más joven del supuesto co-protagonista en cada escena que compartían. Bueno, lo de compartir es una deferencia al divino Pacino, por carrerón y respeto a las canas, pero hablando en plata digamos que debió cagarse en la puta madre que parió a la mala bestia aquella por robarle todas esas escenas, una detrás de otra, con premeditación, alevosía y nocturnidad y pasándose la categoría de este intocable por el arco del triunfo, o mejor dicho, ya que estamos finos, por todo el forro de los cojones.
Que fuera del plató fuesen más amigos que gorrinos no se discute pero entre “acción” y “corten”, todas las veces que se le puso enfrente el perro antípoda aquel se lo comió con patatas y eructando sin pudor; y de esa guisa, desfigurado, sobrado de carnes, rapado para ponerse una peluca con más canas que él que se pasó veinte pueblos con el tinte, y destilando mejor hacer en dos horas y media que todos los momentos de gloria que le cuelgan al divino, porque Pacino siempre suena y se parece a Pacino –igual que De Niro o Nicholson que, excepto en honrosas ocasiones, ya no se quitan los nombres–, pero el aparentemente animalito de bellota este, entonces mediando la treintena y habiendo dado ya el bombazo a lo BESTIA en plan confidencial y muy, muy secretito, resulta que no sólo se quita el nombre sino que se desprende de piel, cuerpo, corazón y alma y desaparece en un personaje o en lo que haga falta. Y por hacerlo aquí, le cayó una nominación como Dios manda al muñequito dorado que, por uno de esos misterios indescifrables de la vida, se llevó el anodino Kevin Spacey en ese peñazo de American Beauty (está bastante mejor ese estupendo Chris Cooper del pirado que, en justicia y por plasta, le pega el tiro al final).
Y sí, estoy de acuerdo, El Dilema, sin contar que se puede ver más o menos por quién está o no, es una película larga, espesa, densa o pastosa, y en algunos momentos, en vez de prestar atención a lo que ocurre, al menos te puedes despistar con el característico toque Mann de videoclip, cámara temblando, ángulos movidos, ralentización y transposición de planos que la hacen visualmente tan notable.
Jamás me cansaré de repetir la absoluta fascinación y emoción que me produce esa extraordinaria secuencia en la habitación del hotel, con el onírico desdoblamiento de las imágenes en la pared y el plano del indescriptible gesto de Wigand siguiendo la visión con los ojos, y esa música de fondo tan maravillosa. Pero la realidad es que me gustan todas, que me gusta cómo está hecha la película, quienes trabajan y como lo hacen, que me quito el sombrero con secundarios como Plummer, la Verona o, por conocida debilidad personal, ese Bruce McGill que se come a todo el mundo donde salga aunque sea un minuto, y que sin saber precisar exactamente por qué, el señor Crowe me parece en estado de gracia suprema interpretativa. Quizás podría decir que porque no hay ni rastro de esa sobrenatural hermosura física con la que los Cielos (y sus hacedores padres) dotaron a este animalito tan mercurial como delicioso, y por eso, con esa poderosa distracción apenas perceptible y escondida entre grasa, maquillaje y cambio radical de rasgos propios, su personificación del Jeffrey Wigand real me parece tan portentosa y me sigue arrebatando de esta manera. Así que tenía que decirlo otra vez.