Crítica - They're gonna hang me...

Es un ladrón y un asesino. Un canalla imprevisible, artero, tan frío como violento y salvaje. Es manipulador, cruel y despiadado. También cita la Biblia y dibuja aves rapaces, mujeres y hombres con pulso calmado mientras convive con fieras a las que lidera y sacia de sangre, pero también atemoriza, sin apenas palabras. Es provocador, destructor, lee las mentes y excava en la naturaleza humana de sus víctimas sacándoles lo que llevan dentro, bueno o malo y quieran o no, con la herramienta más eficaz, el don más preciado y el arma más mortífera que puede poseer un hombre: la inteligencia en grado sumo envuelta en maneras exquisitas, misterio y arrebatadora seducción.

 

Por eso sobrevive en un tiempo donde el bien y el mal se confunden y la vida vale un trago de whisky. Por eso se le teme con verdadero pavor y se le idolatra con devoción patológica a partes iguales. Por eso nadie escapa a su irresistible atracción y todos (personajes y espectadores) sucumben a su pausada voz de terciopelo y susurros, llena de magia e historias de ensueño, y a unos ojos hipnóticos hechos de energía pura y hechizo sin límite.

Para hacerlo aún más fascinante, Dios se apiada de vez en cuando de este ángel caído y le echa una Mano porque ya sabemos de la misericordia divina para con todas sus criaturas, hasta con las más condenadas, y a ésta incluso la expulsarán del infierno el día que deje de existir. Afortunadamente, en el cine, para temerlos, rechazarlos pero nunca llegar a odiarlos y sí a poder amarlos, los demonios celestiales como éste ya tienen la eternidad, y más cuando los encarna un ángel de verdad.

Este Luzbel atiende al nombre de Ben Wade, el forajido más peligroso, abyecto y temido de Arizona y todo el Oeste. El del ángel es Russell Crowe, el mejor actor de los últimos años y uno de los más inmensos de la historia del cine con seguridad. La película donde comparten la carne mortal más hermosa moldeada por el mismo Creador, 3:10 to Yuma, y se merece todas las bendiciones de quienes hemos consagrado una parte de la vida a la religión de la pantalla grande; y a todos se les puede dedicar la adoración profana y divina más rendida por los siglos de los siglos, amén. Por haber hecho un PELICULÓN redondo, trepidante y emocionante de principio a fin, con un montaje de quitarse el sombrero y una fotografía que capta toda la esencia propia del particular género que es el western, un guión soberbio basado en el relato original de Elmore Leonard, una música excepcional que no puede tener un tono más clásico y unas magníficas interpretaciones de actores con mayúsculas.

Del monstruo que es Crowe ya está CASI todo dicho −y a mí me sigue perdiendo la pasión y el alucine de la primera vez−. Aquí resplandece, fascina y maravilla como en años, desapareciendo con la marca de la casa en un Ben Wade que tiene una voz de nuevos matices y unos gestos también totalmente nuevos por seductores como nunca. La capacidad de asombrar de este pedazo de actor y hombre parece que no tiene límites, porque sigue siendo de impresión que a lo largo de tantas películas ya y tantos personajes, pueda seguir consiguiéndolo, transformándose al antojo de cada uno de ellos, dándoles exactamente lo que necesitan para hacerlos impactantes e inolvidables. Pues lo vuelve a lograr.

Pero también frente a él, con una estupenda química entre ambos y poniendo toda la carne en el asador, está un espléndido Christian Bale en la piel de Dan Evans, ese desesperado ranchero al borde de la ruina, perseguido por la mala suerte durante toda su vida,

pisoteado por el terrateniente de turno y su lacayo (un fanfarrón servil y detestable interpretado por Kevin Durand) al que solo le queda dignidad y honestidad; o sea y paradójicamente, un hombre dejado de la Mano de Dios pero íntegro, insobornable y decidido a cumplir su misión hasta el final, sean cuales sean las consecuencias y su destino, quizás por tratarse de lo único que le sirve para poder llamarse hombre a sí mismo.

Bale compone a Evans con un halo de conmovedora fragilidad física (es cojo), cuya causa dista mucho de ser heroica como ha hecho creer a sus hijos, mientras que a la vez lo dota de una fuerza moral inquebrantable y admirable que se merece el respeto que no se cree para sí mismo pero que sí aprecia y termina concediéndole la temible alimaña que se le cruza en el camino. El espectador, compasivo por naturaleza ante la injusticia y el infortunio de hombres cabales, ya se lo ha dado desde el principio pero el personaje quiere ganárselo y en el proceso aún llegas a admirárselo más.

Con ellos, un reparto impecable de lujosos secundarios como Peter Fonda en el papel de un caza recompensas de ambiguos principios que terminan resultando muy rechazables. Es curioso porque viéndolo, se te puede aparecer perfectamente la figura de su padre en cualquiera de los grandes westerns que hizo. O los destacables Dallas Roberts como el señor Butterfield, el hombre de la compañía ferroviaria, un personaje bisagra y neutral que acaba aceptando su pusilanimidad, al igual que el señor Potter, el veterinario, con el bondadoso y despistado rostro de Alan Tudyk, y que se ve envuelto sin querer en todos los acontecimientos. Él es el personaje más inocente de todos.

Otra mención la tiene el joven Longan Lerman como William Evans, el hijo mayor de Dan, un chico rebelde por su edad y por la patética situación que rodea a su familia, con otro hermano pequeño que está enfermo, una madre abnegada y cansada y un padre al que desprecia por la poca ambición y sangre que le cree en contraposición con la que le hierve a él. Sin embargo, después de las vicisitudes por las que pasan, en las escenas decisivas donde por fin deben mirarse cara a cara, Bale y él logran emocionar.

Pero en especial y brillando con luz propia recreando a un psicópata memorable, está Ben Foster. Su Charlie Prince destaca como el fiel perro completamente entregado al amo, mentor, padre, modelo e ídolo que significa Ben Wade. Su enjuta y pequeña figura, estilizada como un cuchillo por su particular indumentaria de cuero, se mueve por y para su jefe a las órdenes de una mente enferma por la violencia. Su descontrolada maldad sólo se entiende por su psicopatía y obsesión con Wade de la que realmente no conocemos su origen o motivo, y a pesar del hastío, desprecio e indiferencia que éste siente y les dispensa a todos. Sólo al final él y todos los de la banda terminan de conocer definitivamente bien a ese jefe.

En cuanto a los dos únicos personajes femeninos, están en el clásico muy segundo plano del género y sin apenas peso más que para dar un contraste de actitudes. 

La camarera (Vinessa Shaw) se rinde inevitablemente a la poderosa seducción de Wade tanto como luego le demuestra poder ser más fría que él, en la risa floja y despreciativa ante su propuesta en serio de huir y en una de las escenas donde el ángel de la muerte parece tener corazón o al menos expresar una delicada y sincera ternura al igual que una decepción tan triste como irónica.

La segunda, la esposa de Dan, Alice (Gretchen Mol), es una mujer endurecida por la vida que lleva, sin ilusiones y temerosa, que ya casi sólo siente compasión por su marido más que otra cosa, algo que él también siente y aumenta su desesperación. La cortísima estancia de Wade en su casa bastará para terminar de hacerle darse cuenta y sentir miedo tanto por su marido como por sus propios sentimientos. Ella es la única en advertir claramente y decir dónde reside el verdadero peligro de Wade: en que quizás no es lo que parece.

Y esa es la clave de la película. James Mangold da en el clavo sacando, además de mostrar planos de auténtico delirio y lucimiento de su figurón mayor, lo mejor de todos y de la historia. Porque sólo te hacen falta los diez primeros minutos para saber que no vas a tener más remedio que hacer un verdadero equilibrio moral por querer ponerte al lado de los dos personajes principales. La sorpresa, o quizás no, es que la balanza rápidamente se inclina hacia ese mal arrasador y deleznable pero absolutamente irresistible, por el que no puedes evitar sentir una simpatía inmediata y que te hace pensar. 

 

Ben Wade lleva la batuta de la acción y la controla sin sombra alguna que pueda amenazarlo, y eso es admirable. Dice a cada uno lo que quiere oír y lo que no −por eso no quieren hablar con él−, y les da lo que van mereciendo que también es lo que el espectador quiere, sin engañarlos nunca y avisándolos. Y eso es también admirable porque sentirlo por Evans es lo moralmente aceptable, lo que se supone que ha de hacerse. Pero si ese canalla que no se arrepiente de nada y que se esfuerza por ser cada vez peor, va dándote lo que deseas y ayudándote sin quererlo aunque lo niegue, ¿cómo no vas a tenerle simpatía? La respuesta te la da el diálogo final entre Wade y Evans y la única pero sincera y hasta divertida sonrisa que se cruzan. 

Esa es la cuestión, la autenticidad: tanto el MAL como el BIEN son conceptos auténticos y por eso los dos hombres acaban concediéndose respeto, tal vez porque comparten un par de trágicas historias y la vida no los ha tratado bien. Además, ambos logran sus destinos, quizás más funesto el de Evans pero así se evita una moralina estúpida, irreal en el mundo real. Sin embargo, el amargo regusto por la injusticia final se compensa  cuando Ben la venga de alguna manera dictando sentencia con la Mano de Dios y, sobre todo, con la sonrisa perfecta que se te pone al escuchar un suave silbido y viendo galopar como un rayo a un hermosísimo caballo negro.

Y, ah, lo más importante. Primero: cuidado cuando se es un imbécil integral que toca las narices por el día y da la brasa por la noche. Y segundo y fundamental: de todos es sabido lo que puede pasar cuando se menta a la madre de uno por muy hijo de perra que sea.

 

Curiosidades y gazapos: un par de guiños estupendos cortesía de Mr. Crowe para todos sus fieles y... el increíble segundo y medio que tarda Ben en subirse al tren y que le quiten las jodidas esposas ¡de una vez ya por fin después de casi toda la película! ¡Eso sí que es rapidez!