SALAMBÓ Y MATHÓ
VERSIÓN DE SIOBAH DE CROWE

 

Mathó besaba los labios de Salambó como si quisiera cerciorarse de que esos labios eran los de esa hermosa princesa que vio frente a él cubierta de oro, de piedras preciosas, cuyo esplendor había arrebatado el alma del poderoso guerrero.
Salambó se abrazaba con fuerza a su cuerpo moreno y ardiente, se protegía en sus brazos y se hundía en sus ojos. El brillo que desprendían los ojos de Mathó era superior al brillo de los zafiros que Salammbó había llevado colgando de sus pequeñas orejas unos instantes antes de yacer junto al mercenario.
Mathó cerraba los ojos y aspiraba el envolverte perfume del cuerpo de la muchacha.
Un perfume intenso y delicado al mismo tiempo que le producía mil y una sensaciones arrebatadoras, únicas, excitantes, como nunca antes había sentido estando con una mujer. Esa mujer que estaba en sus brazos era la hija de su enemigo, era la sacerdotisa de una diosa antigua y muy venerada por la princesa.
A ella, Salambó había dedicado su vida y ahora, se debatía entre su obligación como hija del jefe militar que gobernaba la ciudad y como sacerdotisa de la diosa lunar. Sin embargo esos pensamientos no alteraban la pasión de Salambó porque ante todo era mujer y una mujer que sentía las caricias y los besos del soldado como si unas tenazas de candente hierro abrasaran su vientre y su cintura. Quería escuchar sus palabras de fuego, quería escuchar sus suspiros, sus lamentos, sus quejas, su dolor, su entusiasmo, su alegría pero sobre todo quería sentir la vitalidad que envolvía todo su ser y que ella recibía en cada beso, en cada caricia, en cada abrazo, en cada mirada, en cada muestra de amor que venía de él. Quería sentir y escuchar como era el deseo por primera vez en su vida.
Sus pechos jóvenes, llenos, henchidos por tantas caricias y por tantos besos, respondían placenteramente a los movimientos de las manos de Mathó, a sus temblorosos y ardorosos labios.
Cuando sintió toda la fuerza de ese hombre dentro de ella olvidó todo lo que era. Se sumergió en un mar de aguas cálidas, templadas y pesadas. Se hundió en el abrazo definitivo y respiró profundamente. Arqueando su cuerpo hincó sus blancas y brillantes uñas en el cuello y la garganta de Mathó y se dejó llevar por ese torbellino de fuego y de caricias, por ese tremendo vaivén de su cuerpo correspondiendo con igual intensidad al deseo del hombre convertido en un amante tierno y apasionado. Un hombre que unos momentos antes era rabia, crispación, violencia y destrucción.
Salammbó sintió un estremecimiento que recorrió todas las arterias de su cuerpo. Su sangre fluía con rapidez y los latidos del corazón se aceleraban con cada nueva caricia, con cada nueva mirada, con cada nuevo movimiento de Mathó.
En medio de sus jadeos abrió los ojos y vio la luna en lo alto del cielo. Una luna llena, amarilla, una luna de verano. Percibía su color y su forma a través de la tela de la tienda y cerró los ojos. Interiormente murmuró: ¡Tanit!
Mathó besó con delicadeza esos ojos negros y brillantes, almendrados. Unos ojos que él adoraba como todo el resto de su cuerpo. Ella se encogió y Mathó, aunque totalmente entregado a sus impulsos de deseo y de amor por ella, lo sintió. Los movimientos se debilitaron y Mathó se dejó ir tranquilamente como si estuviera despertándose de un sueño ligero y placentero.
-¿Qué te ocurre, Salambó? ¿Estás ahora más inquieta conmigo que hace un rato cuando te eché sobre esas pieles de león? ¿Acaso me temes, hermosa Salambó? ¿No te he dado muestras de buena voluntad para tranquilizarte y así ahuyentar los malos pensamientos? ¿Por qué te encoges, luz de mis ojos, vida de mi vida?
Salambó sonrió y acarició a Matho en la frente y en las mejillas.
-Es la diosa de la luna a la que sirvo, Mathó. La he mirado y ella me ha mirado a mí. La diosa está ofuscada y se siente ofendida .
-¿Por qué? -preguntó Mathó hablando como en un suave susurro.
-Porque la he ofendido entregándome a tus brazos, a tus besos, a tu deseo.
-¿Por qué me estás entregando también esos brazos suaves como la seda más preciada, esos besos dulces como la granada más sabrosa, esa pasión tan poderosa que nos ha vencido?
Salambó sonrió triste. Un halo de tristeza se adueñó de sus maravillosos ojos de mirada suave como los pétalos de las rosas. Las rosas que vio Mathó en el jardín de la princesa aquella noche.
-Sí. Y eso es lo que me asusta tremendamente. Eso es lo que me atemoriza, Mathó. Ni la serpiente a la que cuido, a la que sirvo como símbolo viviente de la ciudad. Como el genio salvador y protector que guarda al palacio. Como el sagrado velo de la diosa que tú te has llevado. No puedo tocarlo, Mathó, si lo hiciera moriría irremisiblemente y tú también por haberlo profanado.
Mathó se incorporó sobre ella y volvió a cubrir de besos esas mejillas de delicada piel. Esos labios rojos como las fresas, como las flores del espléndido y prohibido jardín de la altiva princesa. Sus manos seguían temblando mientras recorrían el cuello, la garganta, los torneados hombros, la delicada espalda, la fina cintura de la muchacha. Esas manos se pararon sobre el sexo de Salambó, y los dedos grandes cubiertos de cicatrices como las manos se introdujeron en esa pequeña caldera hirviente. El calor envolvió de nuevo al mercenario y ella se apretó aún más a su cuerpo.
-Ahora mis manos están sobre ti. Tu hermosura me lleva a lugares desconocidos para mí hasta ahora. Tus labios me hacen desear las caricias prohibidas de la servidora de la diosa. Mis dedos son hoscos. Mi piel no es suave. En cambio la tuya es como el suave toque de las olas sobre los pies descalzos. Mis dedos juegan con la entrada de la gruta del misterio eterno. Para mí sigue siendo ese misterio. Para mí sigues siendo el gran misterio del que ya no podré escapar por más tiempo.
Lo acaricio como si acariciara una pequeña y delicada concha de mar, blanca, rosa y nacarada.

-¡Oh, Salambó, déjame decirte cuanto te amo y cuanto deseo tenerte siempre así, esperando mis caricias y esperando a que tú me acaricies! ¡Enfrentando tu mirada a la mía! No me tengas temor. Yo solo soy un hombre que ha descubierto una inmensa y cegadora luz y que camina derecho hacia ella. ¡Tú eres esa luz, Salambó!  ¡El resto de lo que me rodea continúa en tinieblas!
-¡Oh, Mathó, entonces tengo miedo de que esas tinieblas cubran la luz! ¡Tengo miedo de mi padre y por él! ¡Tengo miedo de los sacerdotes!, ¡de los mercenarios que acampan en las murallas esperando tu nefasta orden para atacarlas y derribarlas! ¡Tengo miedo de la diosa y de su venganza! ¡Tengo miedo de...!
Salambó calló y ahogó un sollozo, Mathó la estrechó con fuerza entre sus morenos brazos. Las cicatrices de la nuca, de la espalda y de los brazos parecían hincharse a la luz de los fuegos que iluminaban casi débilmente la tienda.
-¿De qué tienes miedo, Salammbó, de mí o de tu diosa?
Salammbó sintió fluir las lágrimas como gotas de lluvia sobre su blanco rostro:

-¡Tengo miedo de mí misma, Mathó! ¡Tengo miedo de amarte demasiado!
Mathó besó despacio la frente de la joven y frunció las negras cejas:

-¿Amarme demasiado? ¿Por eso tienes miedo? Tú eres una mujer ante todo, Salambó. Olvida que siempre has sido la distante e inalcanzable sacerdotisa que embelesa con sus cánticos los corazones ajados y muertos de los viejos sacerdotes. Olvida que has estado tan protegida desde tu cuna que no te han permitido ni siquiera acercarte a tu pueblo. Olvida que sirves y obedeces a tu padre que te utiliza para mantener su poder despótico sobre Cartago. Salambó, olvida que desde la inalcanzable altura de tu terraza en ese palacio de mármol crees dominar el mundo. ¡Olvídalo todo y ven conmigo! Ven conmigo a un lugar totalmente distinto y alejado de todo esto. Yo he luchado y he matado. Vendo mi valor en las batallas pero tengo mi honor. Antes de que te mirara por primera vez ya te amaba. Tal vez no era consciente de ello o simplemente no conocía ese sentimiento que ha transformado mi ser. Cuando me hablaron de ti, de tu belleza, de tu misterio encerrado en esa torre de luminosas paredes que herían los ojos yo ya te amaba. Cuando te contemplé en el jardín supe que ya no sería el mismo hombre de antes. Por eso robé el velo blanco y violeta de la diosa. Para atraerte hasta mí. Para que me amases como ahora me amas. ¡Para que huyas conmigo!
Salambó seguía derramando lágrimas y abrazó el cuello de Mathó y le besó con fiereza en la boca mordiéndole los labios.
-¡No puedo hacerlo, Mathó! ¡No puedo! La maldición de la diosa nos perseguirá siempre y nunca podremos estar libres de ella. ¡Te amo, es cierto! Te amo contra todo lo que he creído desde niña. Mi padre es un gran jefe militar pero ese miserable esclavo ha soliviantado a los jefes guerreros de sus cohortes y ha iniciado todo este desafortunado alboroto. Yo debo aplacar a la diosa ofreciéndola sacrificios y debo aplacar la feroz ira del dios Moloch que me demanda sangre y fuego ¡y no deseo hacerlo, Mathó!, ¡no puedo hacerlo!, ¡me horroriza pensar en la muerte, en los sacrificios humanos! ¡Mi padre luchará y os vencerá! ¡Te vencerá, Matho, y no tendrá nadie compasión de ti!
Se besaron con desesperación. Las pieles de león crujieron baso el peso del cuerpo del guerrero y como llevado por una violenta furia, alzó a Salambó hacia su boca y la besó fieramente bebiendo de sus labios, de sus lágrimas, de sus suspiros, de sus mejillas, de su cuello caliente y perfumado.
El deseo fue más poderoso que la voluntad de Mathó y la poseyó de nuevo.
Las estrellas en un firmamento azul, violeta, plateado, no tenían el mismo resplandor que la luna eterna y fija en el cielo. Esa luna era la que contemplaba los ardientes abrazos, los fogosos besos, los turbadores suspiros que se mezclaban con los sollozos.
La ardiente pasión que sentían el uno por el otro podía hacer tambalear imperios y cuestionarse la propia existencia de los dioses, la ejecución de sus órdenes y su mandato.
Salambó y Mathó se amaban en esa tienda atrapados en la noche, entre los fuegos, entre los murmullos cercanos de las olas de una playa cuya dorada y caliente arena había sido horadada por las pisadas de los mercenarios guerreros de Mathó, su comandante. El cuerpo del soldado cubría el cuerpo de la princesa. Su vigor y la fuerza de su hombría se manifestaba tanto en los movimientos furiosos de su espalda y de sus nalgas como en las vehementes y abrasadoras caricias de su boca sobre los pechos blancos y los pezones delicados casi de niña. Un sensual contraste entre la blancura marfileña de la piel de Salammbó y el color moreno y dorado de Mathó, de esa piel cubierta por el sudor; de esa piel que era puro fuego y quemaba como el granizo.
Después de entregar de nuevo todo su amor, las caricias se sucedieron con la lengua, con las manos, con los labios. Mathó besaba delicadamente el vello del sexo de Salambó y la joven princesa se encogía de nuevo, de placer. Su abandono era total y de vez en cuando subía las pequeñas manos para acariciar los sudorosos cabellos de su amante. Después reposaban sobre los anchos hombros y bajaban hacia la nuca y después hacia la espalda. Recorrieron sus cicatrices y eso hizo sentir a la muchacha de nuevo un intenso deseo de volver a ser poseída, pero en su sabiduría y conocimiento intuitivos ella ladeó su cuerpo y dejó que Mathó reposase bajo su cuerpo.
Ella le acariciaba, y estando aún dentro de Salambó ,él la miró y abrió la boca para jadear ¡te amo! La noche avanzaba y ellos continuaban amándose lejos de todo el mundo, lejos de Cartago, la ciudad-estado que había desafiado a la mismísima Roma. El mundo se concentraba en esa tienda para Salambó y Mathó, ajenos a las contiendas, a los conflictos, a las ataduras, a la sangre, a la muerte.
Salammbó se movía despacio sobre Mathó y él sonreía como un niño. La tenía abrazada y suspiraba. Su amor por la muchacha era más poderoso que la propia diosa de la luna, era más fuerte que todas las guerras y que todos los códigos de honor. Era más intenso que el mar embravecido cuyas aguas comenzaban a agitarse presintiendo un destino incierto para ambos. Después de sentir el último espasmo su cuerpo se convulsionó y las rodillas flojearon, Mathó acarició casi con veneración los pechos de Salammbó y los besó muy despacio restregando la lengua, parecía que saboreaba un manjar delicado y exquisito, como nunca antes había probado. Ella se recogió el oscuro cabello sobre su hombro izquierdo y reposó la cabeza en el pecho jadeante de Mathó. Los dedos del soldado eran mucho más suaves y recorrían la frente, las arqueadas cejas, las pestañas largas y brillante, la punta de la nariz fina, de trazo leve, levantado, las mejillas que estaban mojadas por el sudor derramado. Salambó se agarraba fuertemente al costado de Mathó y sintió un regocijo interior mezclado con una terrible sensación de inquietud y de desconsuelo.
De nuevo Mathó lo sintió.
-No debemos esperar más, Salambó. Ven conmigo, salgamos de la tienda antes de que el sol reemplace a la luna en el luminoso ciego de Cartago. Iremos a esa isla preciosa de la que te hablé. Una isla cubierta por palmeras y por aguas tan claras que hasta el más minúsculo pececillo puede ser visto al adentrarse en ellas. Viviremos lejos de todo esto y continuaremos amándonos bajo la luz de la luna, bajo la luz del sol, en medio de la brisa, del azul de cielo, del color violeta de la noche, en medio del silencio, en medio de la oscuridad. Encenderemos nuestras hogueras y nos envolveremos en las pieles de los animales. Sentiremos nuestros cuerpos desnudos unirse cada vez con más fuerza, sentiremos fundirnos como el agua penetrando en la tierra al acercarse a las orillas de las costas. El agua que pueda caer del cielo cubrirá nuestras frentes y nuestros ojos se encontrarán entre la los árboles, entre los vientos, entre las pequeñas y acogedoras colinas. ¡Te amo con toda la fuerza de mi corazón! ¡Te llevo en cada gota de mi sangre, mi hermosa princesa, mi hermosa Salambó!
Salambó escuchaba las palabras de Mathó y mientras lo hacía acariciaba sus recios hombros y besaba las cicatrices de su pecho, de sus costados. Volvió a sentir la necesidad de expresar su amor y su delirio por el hombre que la abrazaba y que la había poseído con lágrimas en los ojos. Mathó la acariciaba sin descanso y la estrechaba aún más contra su pecho.
-No hablas. Una niña como tú convertida en una sacerdotisa por la designación del destino. Una niña convertida en el deseo oculto de los sacerdotes jóvenes y ancianos. Una niña convertida en algo sagrado e innombrable por la creencia en unos dioses terribles y vengativos y una niña convertida en mujer por los brazos y la pasión arrolladora de un guerrero. Una niña que apenas me habla. ¡Háblame, dulce Salambó! ¡Háblame y dime lo que piensas, lo que sientes, vacía tu joven corazón!
Salambó se secó unas lágrimas y habló bajando tanto la voz que Mathó tuvo que incorporarse para poder escucharla.
-¡Oh, Mathó, tus palabras llegan a mí como el más dulce de los sonidos. Como si fueran címbalos que se escuchan cerca de mi jardín en una noche calurosa mientras miro a través de los velos que cubren mi lecho! ¡Los dioses me concederán alegría y la felicidad de estar siempre contigo! Siempre he servido a los dioses y Tanit me protegerá y me alumbrará en esas noches de amor que pasaré a tu lado.
Al escuchar esas alentadoras palabras, Mathó la estrechó de nuevo y besó sus perfumados cabellos negros.
-Olvida a la diosa, Salambó, y procura no mencionar más su nombre. ¡Escúchame! -Mathó la agarró con firmeza por los delicados hombros-. Antes de conocerte yo desafiaba a los dioses. No son más que imágenes, visiones que utilizan los poderosos para amedrentar al pueblo y a los ignorantes. Yo no me jacto de ser un hombre culto pero he conocido muchos pueblos y muchas ciudades y no creo en ellos.

Salambó abrió los ojos de par en par.

-¡Oh Mathó, te cuidado con lo que dices, ten mucho cuidado, amor mío! Eso que dices es impiedad y los dioses pueden castigarte severamente y no tener piedad de ti.
Mathó sonrió y continuó. La atrajo hacia él y la arropó con las pieles de león:

-No temo a los dioses porque no creo en ellos, porque no creo que existan. Los dioses son iguales en todas partes y las gentes acatan las órdenes de los sacerdotes y entregan a los infantes al terrible fuego. Tu diosa te exige que seas pura y que no tengas ningún contacto con los hombres. Tú al amarme también la has desafiado y eso te convierte en alguien como yo. Salammbó, se que en el fondo quieres ser como yo soy. Se que en fondo no crees tampoco en ellos y...
Salambó se abalanzó sobre él y con los puños muy cerrados quiso tapar su boca. Mathó la sujetó suave pero firmemente por las muñecas.
-¡Oh, Mathó, no hables así! Yo soy la sacerdotisa de Tanit, de Baal, de los dioses de Cartago. Los sacerdotes me enseñaron desde pequeñita a no tener miedo a las serpientes sagradas y a mantener intacto el sagrado velo de la diosa y ahora lo has mancillado llevándotelo del templo y yo... he mancillado mi sagrado voto al entregarme a ti.
Salambó bajó la voz y sus párpados dorados cayeron así como su voz se fue extinguiendo. Matho la acunó despacio y la hizo sonreír estirando suavemente las comisuras de los labios para forzar una sonrisa en el rostro de la muchacha.
-Así está mejor, niña, así está mejor. Olvidémonos de los dioses de una vez por todas. Ya está todo dicho entre nosotros. La contienda continuará en Cartago entre mis hombres y los soldados de tu padre. Tu padre es un buen jefe militar pero se ha dejado embaucar por ese cerdo. Quisiera destrozarle con mis propias manos y lo haría si tú no estuvieras aquí en mi tienda. Mi deseo de venganza se aparta de lado porque hay un deseo más poderoso que debo atender y al que debo dedicar mis desvelos. Es el deseo que siento por ti dulce princesa de negros cabellos y ojos como el carbón. Antes de que la luna se esconda, nos iremos. No llevaremos más que tus ropajes cubiertos por una capa oscura. Llegaremos hasta la playa y allí una pequeña barca nos alejará de la costa. Confía en mí nada más. Solo eso te pido ahora.
Salambó asintió y se dejó caer sobre Mathó. Aún quedaba tiempo antes de dejarlo todo para marchar con ese hombre decidido a retar al destino y a los mismos dioses por ella.
De nuevo el deseo inundó el corazón de Mathó y de nuevo el deseo acarició con potentes cuerdas el corazón de la joven princesa sujetándola a los brazos del guerrero.
Salambó vio la muestra de ese deseo naciendo en el sexo de Mathó erguido y como si se tratase de su baile con la pitón, su cuerpo se balanceó de un lado a otro y se restregó contra la cintura y las caderas de Mathó. Recordó el frenético baile que unos días antes había tenido que interpretar en el ritual simbólico del apareamiento de la princesa-sacerdotisa-virgen de la diosa Tanit con la pitón sagrada, fuente primigenia de la vida, un ser salido del fango de la tierra que se enroscaba a su cintura y a sus pechos con sus pesados anillos que casi le impedían respirar.
Entonces Salambó no conocía aún a Mathó y soportaba el peso de la serpiente viendo como los sacerdotes abrían sus desdentadas bocas y la contemplaban con una repugnante lascivia. Los anillos de la serpiente se movían despacio y el frío contacto de la piel y las escamas arañaba la tierna carne de la muchacha. La música suave al principio y después más rápida, estruendosa y chillona al final conseguía un clima de desenfrenado éxtasis ante la visión de la belleza desnuda de la joven mujer y la serpiente apretando los pechos, el vientre, los muslos, las nalgas.
Salambó se estremeció y se sintió morir, en esa emoción que contrajo su corazón, tomó el erguido miembro de Mathó y lo besó con los labios suaves y húmedos. Tal vez pensó que acariciaba a las mandíbulas picadas del reptil, pero la piel que se llevaba a la boca era aún mucho más suave y era caliente, no la fría y desagradable sensación de una lengua bífida que lamía su cara. Sus manos acariciaron el miembro con sumo cuidado y su lengua exploró aún tímidamente la forma agrandada en la que sentía golpear la sangre en las venas que la recubrían.
Matho, con la boca semiabierta y jadeante, se dejó abandonar por las caricias que recibía de la boca pequeña, carnosa y roja, de suave seda, por las manos blancas como dos palomas tranquilas y quietas, del cabello espeso y algo frío que tapaba su vientre ardiente.
Salambó siguió con esas caricias y utilizó sus manos para recorrer todo el sexo. A las manos siguieron los labios y Mathó sintió un temblor en sus entrañas. Tomó a Salammbó despacio de los hombros y la hizo sujetarse sobre su pecho.
-Ven, amor mío. El placer que me estás dando con tus preciosos labios y con tus delicadas manos es superior a los mil tesoros guardados en las arcas de tu templo. Ahora siento la necesidad de desfogarme lejos de tu boca. Quiero hacerlo entre tus pechos para empaparte de mi simiente derramada. Deseo llenarte por completo, así como deseo cubrir de besos todos los rincones de tu cuerpo adorado.

Ya quedaba menos tiempo para partir. Salambó olvidaría su país, sus dioses, sus afectos paternales, sus compañeras de la infancia como servidoras del templo de Tanit, los sacerdotes que la deseaban en silencio y en secreto, tanto jóvenes como viejos. La ardiente pasión del soldado mercenario, del guerrero extranjero la había llevado a una situación límite para su joven vida. Y ahora ella que había elegido el camino del hombre que la amaba y que la protegía contra todo lo que ella había creído y acatado desde niña se hacía presente en su mente y en su corazón.
Cuando se disponían a salir de la tienda a escondidas y cubiertos de capas para escabullirse entre las sombras nocturnas. La luna dejó de brillar, se escondió entre unas nubes negras y marrones.
Ella volvió a mirar a la luna. Ella se volvió a estremecer. La luna la seguía y la miraba:

-¡Te he traicionado, Tanit! -pensó y se abrazó a Mathó.
Antes de llegar al recodo de la costa, la luna salió y la iluminó. Un halo de luz la envolvió y el rayo hirió sus pupilas y su corazón le dolió. Entonces Salambó comprendió, Salambó supo cúal era su verdadero destino.


SIOBAH DE CROWE

Madrid, 6 de Mayo de 2003.


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